Bienvenido al Territorio Aonikenk. Aquí encontrarán información relevante sobre este pueblo originario, también denominado Tewelche.
El Territorio contiene cuatro temas principales: Pueblo (Historia, Gente, Lugar), Lengua (Uso, Palabras) y Costumbres (Mundo Espiritual, Rituales, Creencias) y Arte. También hay un Mapa Interactivo que hace un recorrido por el Territorio en forma animada. Los profesores y alumnos encontrarán estos contenidos (textos e imágenes) en página única que podrán imprimir para leer con calma.
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Se organizaban socialmente en tribus, conformadas por varias familias emparentadas entre sí.
El cacique era el encargado de guiar y organizar las cacerías y frecuentes traslados del campamento.
La unión de varias familias ligadas por una relación de parentesco, conformaba una agrupación o tribu organizada bajo un jefe que dirigía las cacerías, expediciones y mediaba en los conflictos internos.
El cacique no era un líder político, su acción se concentraba más bien en la organización de ciertas actividades prácticas en cada tribu.
En caso de guerra con otras etnias, como los Puelches y los Mapuche, los caciques se unían y planeaban en asambleas las estrategias a seguir.
Los Aonikenk, además de ser una de las etnias más altas del mundo, eran longevos, a pesar de las extremadas condiciones climáticas.
El explorador Ramón Lista, quién convivió con los indígenas hace más de un siglo, constató en esa época la existencia de miembros de la comunidad octogenarios, nonagenarios e incluso algunos centenarios.
Las armas originarias de los Aonikenk eran la boleadora, la lanza y, en menor medida, el arco y la flecha.
Para la defensa y la caza utilizaban la boleadora.
Esta es un arma constituida por piedras del tamaño de un huevo cubiertas por una funda de cuero, y atadas a un lazo hecho con nervaduras de guanaco o avestruz. Aún en uso en la Patagonia por estancieros y ganaderos, se blande en el aire en forma de círculos y luego se lanza a los pies del animal que se quiere capturar.
Había tres tipos de boleadoras: chumé, yachiko, y bola perdida.
La chumé, tenía dos bolas y estaba hecha especialmente para la caza del avestruz.
La boleadora yachiko, tenía tres piedras y era usada en la caza del guanaco.
La bola perdida, un tipo de honda en la que no se recuperaba el proyectil.
Las armas de fuego, el caballo y el alcohol fueron incorporados a sus costumbres, con la llegada del hombre blanco.
Aparte de su imponente estatura, los Aonikenk, tenían un gran desarrollo toráxico. Sus espaldas eran amplias y sus piernas fuertes, rasgos que facilitaban la caza terrestre.
Las mujeres eran de caderas anchas, más gruesas que los hombres, pero proporcionadas. También se caracterizaban por poseer dientes muy blancos. Esta característica, algunos autores se la atribuyen a la costumbre de masticar el fruto de color oscuro del maqui o molle, arbusto con cuya resina se elabora el incienso.
La adaptación de los Aonikenk a las duras condiciones climáticas y ambientales, dependía de una disposición fisiológica especial unida a una educación y alimentación reforzadora de las defensas, ya que desde la infancia eran formados para resistir y acostumbrarse al frío.
Como cazadores nómades, estaban dotados de un vigor y resistencia especial para adaptarse a las duras condiciones del clima austral. Además poseían un metabolismo de las grasas distinto al del habitante actual, logrando eliminarlas más lentamente, lo que contribuía a la mantención del calor corporal.
Aunque los Aonikenk no fueron exterminados como sus vecinos Selk'nam, sufrieron un proceso de aculturación o pérdida de su cultura originaria.
Al pasar el tiempo, mundo espiritual y aspectos de la vida cotidiana se fundieron con elementos de la religión católica y la cultura del colonizador.
Lo más dañino fue la introducción del alcohol y las enfermedades contagiosas, tales como la viruela, el sarampión y la sífilis.
Relatos de cronistas los describen como una nación cuyos individuos eran:
«de buen aspecto físico, complexión robusta, estatura aventajada, saludables formas y hasta agradable presencia (...). Visten con piel de animales, con el pelaje vuelto hacia adentro (...) gustan de adornos de sus personas y caballos (...) no tienen un carácter feroz y que hasta puede considerárseles amistosos».
Los Aonikenk o tewelches, hoy extintos en el territorio chileno, pertenecen a un grupo nómade terrestre de la Patagonia.
Son reconocidos como una de las etnias más altas del mundo, llegando a medir hasta 2 metros.
Su territorio natural se extendía entre el Estrecho de Magallanes y el río Santa Cruz, el que recorrían cazando animales y recolectando el alimento que les proporcionaba la vegetación de la pampa.
Los europeos, al verlos por primera vez, los bautizaron como patagones. Sus entusiastas versiones sobre las enormes huellas de sus pies, dieron orígen a la leyenda de los Gigantes de la Patagonia y al nombre con que fue designado este vasto territorio.
Con la adquisición del caballo, en el siglo XVIII, los Aonikenk ampliaron sus recorridos por la estepa austral mostrando gran destreza en el manejo de este importante medio de transporte.
Aonikenk y Selk'nam estarían emparentados. Algunas similitudes entre ambos pueblos son las características físicas, como su altura. También tienen un parentesco lingüístico, ya que ambas lenguas provienen de un mismo tronco lingüístico: el Tshon.
Lengua | ||
Palabras en lengua aonikaish |
Colores
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El Aonikaish, lengua de los aonikenk, está emparentada con el idioma selk'nam, ya que ambos pertenecerían al tronco lingüístico Tshon, distinto del indoamericano que agrupa al resto de los cazadores-recolectores de Sudamérica, (según Roberto Lehmann-Nistche).
El Aonikaish, esta compuesto por, aproximadamente, 25 sonidos básicos, de los cuales seis son similares a las cinco vocales españolas, más una de sonido similar a la ö, en alemán.
El estudioso Spegazzini (1884), describe del siguiente modo al aonikaish: «todos hablan con voz muy gruesa, haciendo repercutir las consonantes, muy despacio como si estuvieran cansados; la garganta es la que emplean más, como si fueran ventrílocuos; las vocales son pocas, y sólo las de las primeras sílabas pueden determinarse con seguridad, y escribirse, las demás son ininteligibles o semimudas».
Para un hablante de esta lengua, como lo era el explorador Lista, el Aonikaish, no sólo tiene una voz propia para cada objeto de la naturaleza, sino que también expresa ideas abstractas de un orden superior.
Los Aonikenk creían que los ancianos muertos se reencarnaban en los niños, pero si un joven fallecía su alma vagaba sin destino, quedando prisionera de la tierra hasta cumplir el tiempo necesario para hacerse vieja.
Debido a este pensamiento animista, enterraban a sus muertos con sus objetos personales, armas y alimentos.
Creían que cuando un miembro de la tribu moría, cabalgaba hacia el otro mundo sobre su yegua, por lo que esta debía ser sacrificada.
Los familiares cosían el quillango o manta de guanaco pintada, introduciendo en ella al difunto con sus objetos de plata y armas más preciadas. Luego lo enterraban en posición fetal, con el rostro mirando hacia el oriente y lo cubrían con pesadas piedras.
Los Aonikenk preferían sepultar a sus muertos alejados de la comunidad, en las cumbres de los tchengue o cerros.
Tras el sonido rítmico de tambores, flautas, arcos musicales y cantos se iniciaba esta danza ritual.
Los hombres destinados a participar en la ceremonia, aparecían en fila desde un toldo. Con el cuerpo cubierto de pieles y la cabeza coronada por plumas de avestruz, se desplazaban en torno al fuego acercándose hasta tocarse y retrocediendo luego, con movimientos que imitaban el andar de avestruces y guanacos.
A medida que se posesionaban del aspecto y atributos de sus animales de caza, el ritmo de la danza iba en aumento hasta que despojándose los danzantes de sus calurosas capas de pieles mostraban la pintura que con variados colores cubrian sus fornidos cuerpos. Luego seguían danzando cubiertos solamente con un cinturón hecho de plumas de avestruz, conchas, campanilas y picos de aves.
El baile continuaba hasta altas horas de la helada noche patagónica, mientras se unían a sus fuerzas espirituales. Cantos colectivos y gritos, conjuraban el poder de las fuerzas del mal.
La Casa Bonita era similar a la vivienda habitual, pero, en lugar de estar recubierta con piel de guanaco, era engalanada con ponchos nuevos, cojines, plumas de avestruz, cascabeles y campanillas con cuentas azules, rojas y amarillas.
Dentro de ella, el alimento de la novia se reducía, evitando el consumo de grasas.
Por lo general, la abuela o el abuelo materno la acompañaban, asumiendo así el papel de educadores y consejeros de la joven en su nueva vida como adulta.
La joven aprendía así las normas morales de la comunidad y las actividades cotidianas como lavar, cocinar, elaborar tejidos, además de asumir la crianza de los hijos.