Los Aonikenk creían que los ancianos muertos se reencarnaban en los niños, pero si un joven fallecía su alma vagaba sin destino, quedando prisionera de la tierra hasta cumplir el tiempo necesario para hacerse vieja.
Debido a este pensamiento animista, enterraban a sus muertos con sus objetos personales, armas y alimentos.
Creían que cuando un miembro de la tribu moría, cabalgaba hacia el otro mundo sobre su yegua, por lo que esta debía ser sacrificada.
Los familiares cosían el quillango o manta de guanaco pintada, introduciendo en ella al difunto con sus objetos de plata y armas más preciadas. Luego lo enterraban en posición fetal, con el rostro mirando hacia el oriente y lo cubrían con pesadas piedras.
Los Aonikenk preferían sepultar a sus muertos alejados de la comunidad, en las cumbres de los tchengue o cerros.