Bienvenido al Territorio Aonikenk. Aquí encontrarán información relevante sobre este pueblo originario, también denominado Tewelche.
El Territorio contiene cuatro temas principales: Pueblo (Historia, Gente, Lugar), Lengua (Uso, Palabras) y Costumbres (Mundo Espiritual, Rituales, Creencias) y Arte. También hay un Mapa Interactivo que hace un recorrido por el Territorio en forma animada. Los profesores y alumnos encontrarán estos contenidos (textos e imágenes) en página única que podrán imprimir para leer con calma.
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Mulato
Fue llamado el último gran jefe de los Aonikenk de la Patagonia. Desde 1892, hasta la fecha de su muerte, en 1905, dirigió la comunidad indígena del Valle Río Zurdo. (1911).
George Muster
Fue el primer hombre blanco que vivió con los Aonikenk. Por este motivo los testimonios indígenas recogidos en sus textos son altamente valorados, por su gran pureza.
Es autor de los libros:
At home with Patagonians, a year's waderings over untrodden ground from the straits of Magellan to the Rio Negro. London (1874) .
Vida entre los patagones. Buenos Aires, Universidad Nacional de La Plata. Traducción castellana.
Ramón Lista
Es el nombre del explorador que vivió con los Aonikenk, aprendiendo su idioma y su costumbres.
Debido a los pocos estudios científicos sobre esta etnia patagónica antes de su proceso de aculturación y extinción, sus escritos acerca de este pueblo son un gran aporte al reconocimiento de esta cultura.
Escribió los siguientes textos:
Los Indios Tehuelches. Buenos Aires (1894).
Viaje a los andes australes. Anales de la sociedad Científica Argentina, tomo XLI, Buenos Aires (1896). Mis exploraciones y descubrimientos en la Patagonia. 1877-1880. Ediciones Marymar, Buenos Aires (1975).
Tras el sonido rítmico de tambores, flautas, arcos musicales y cantos Aonikenk, comenzaba el baile de las avestruces.
Los hombres destinados a participar en la ceremonia salían en fila desde un toldo.
Con el cuerpo cubierto de pieles y la cabeza con plumas de avestruz, comenzaban a dar vueltas alrededor del fuego acercándose hasta tocarse, y retrocediendo con movimientos que imitaban el andar de las avestruces y los guanacos.
Cantos colectivos y gritos, conjuraban el poder de las fuerzas del mal.
El ritmo de la danza aumentaba mientras iban transformándose en sus animales de caza, hasta que los hombres se quitaban los calurosos mantos de piel y mostraban sus fornidos cuerpos, pintados de colores.
Danzaban cubiertos solamente por un cinturón hecho de plumas de avestruz, conchas, campanillas y picos de aves.
La virginidad era muy valorada, razón por la que se le enseñaba a las mujeres, en dicha ocasión, a no tener relaciones sexuales antes del matrimonio. La ceremonia concluía con el sacrificio de yeguas y el baile masculino de las avestruces.
El matrimonio se festejaba con sacrificio de equinos y bailes, al igual que las otras ceremonias, con la diferencia de que no se daba carne a los perros ya que se consideraba un mal augurio.
La extracción de la sangre, el saludar a los espíritus, encarnados en determinadas formas de la naturaleza o el murmurar deseos al ver la luna nueva y la creciente, eran otras prácticas rituales cotidianas. La ceremonia se prolongaba hasta altas horas de la helada noche patagónica hasta que, al calor del fuego y del baile, se unían con sus fuerzas ancestrales.
Con la llegada del hombre blanco, a esta ceremonia se sumó el alcohol que, además de emborracharlos produciéndoles cambios conductuales, terminó por aniquilarlos.
La Casa Bonita era similar a la vivienda de los Aonikenk, pero, en lugar de estar recubierta con piel de guanaco, era engalanada con ponchos nuevos, cojines, plumas de avestruz, cascabeles y campanillas con cuentas azules, rojas y amarillas.
Dentro de ella, el alimento de la novia se reducía bastante, evitando el consumo de grasas.
Por lo general, la abuela o el abuelo materno la acompañaban, asumiendo así el papel de educador y consejero de la joven en su nueva vida como adulta.
La joven aprendía las normas morales de la comunidad y las actividades cotidianas como lavar, cocinar, elaborar tejidos y el cuidado de los hijos.
Una aguja y crines de caballo, eran los instrumentos con que se hacían los orificios, que más tarde albergarían a los aros.
Al final del ritual se sacrificaba una yegua, momento en que los hombres ejecutaban el Baile de las Avestruces.
La primera menstruación, signo del paso a la adolescencia, era la ocasión en que se realizaba la ceremonia de iniciación femenina.
Al llegar a la adultez, la joven se preparaba para contraer matrimonio era el tiempo de la ceremonia La Casa Bonita.
Allí se preparaba para el acontecimiento de vivir en pareja, permaneciendo entre tres y siete días dentro de la singular vivienda.
Cada etapa en la vida de los Aonikenk, se iniciaba con un ceremonial específico.
Durante la gestación, la embarazada era separada de su pareja para evitar el contacto sexual, ya que se creía que el semen agrandaba el feto, dificultando el parto. Entonces comía carnes secas y evitaba los alimentos líquidos. Su madre o su abuela, la asistían en el nacimiento del hijo.
Al recién nacido se lo pintaba de color blanco, y luego se le asignaba el nombre, el que por general representaba características físicas, lugares de alumbramiento o el nombre de un familiar muerto.
A los cuatro años de edad, los menores asistían a la Ceremonia de los Aros; mientras a las niñas se les perforaban ambos lóbulos de las orejas, a los niños sólo uno.
Los Aonikenk creían que los ancianos muertos se reencarnaban en los niños. Cuando un joven fallecía, su alma vagaba sin destino y quedaba prisionera de la tierra, hasta que cumpliera el tiempo necesario para hacerse vieja.
Debido a este pensamiento animista, enterraban a sus muertos con sus objetos personales, sus armas y alimentos.
Creían que cuando un miembro de la tribu moría, cabalgaba hacia el otro mundo sobre su yegua, por lo que esta debía ser sacrificada al morir su dueño.
Los familiares introducían al difunto, con sus objetos de plata y armas más preciadas, dentro del quillango o manta de guanaco pintada. Luego la sellaban cosiendo todos sus bordes.
El modo de enterrar era en posición fetal, con el rostro mirando hacia el oriente y cubriéndolo con pesadas piedras.
Los Aonikenk preferían sepultar a sus muertos alejados de la comunidad, en las cumbres de los tchengue o cerros.
Los Aonikenk pintaban sus cuerpos por razones estéticas y prácticas, como por ejemplo para protegerse del frío. Así, el rostro se resguardaba del viento helado de la zona austral, con pintura roja y negra.
La pintura era una mezcla de médula de hueso o grasa de guanaco, la que al cocinarse se convertía en materia gelatinosa. A esta sustancia se le agregaban tinturas naturales.
El rojo se obtenía al agregar ocre a la cocción y para obtener el blanco se usaba arcilla feldespática.
Las mujeres, en un sentido más estético, se pintaban la cara con zumo de calafate. Este es el fruto oscuro de un arbusto que tiñe de un azul intenso.
Usaron rústicos telares, probablemente de influencia mapuche, en la confección de fajas de ornamento para cabalgaduras, y probablemente para algunas prendas de vestir y de abrigo.
También manejaron rústicamente la platería llegando a confeccionar botones, hebillas y adornos, fundamentalmente usando el corte, perforación y moldeo.
A pesar de la extraordinaria aclimatación y fortaleza física, cuando las enfermedades se manifestaban la comunidad acudía a dos formas de medicina: la natural y la mágica.
El conocimiento de la medicina natural no era privativo de los chamanes, y se basaba en los recursos disponibles del entorno. El estreñimiento, por ejemplo, se curaba con el gauycurú, planta utilizada como purgante. También usaban el Té de Pampa (Satureja darwini), antiinflamatorio, antiespasmódico y antibacteriano, además de una hierba que crece en el estuario del Río Gallegos utilizada para los dolores reumáticos.
Se cree que, al igual que los Selk'nam, los Aonikenk conocieron los atributos del romerillo para agudizar la visión y la corteza de la zarzaparrilla (Ribes magellanica) para sanar los dolores de estómago.
Si la medicina natural no daba los resultados esperados, intervenían los chamanes para aplicar la medicina mágica. Para la sanación, estos utilizaban amuletos, piedras y sonajeros, objetos cuya función era espantar a los espíritus malignos con su incesante sonido.