IV.
Nación, Estado Nacional y nacionalismo
Algunos
de los cuestionamientos fundamentales que han presentado los parlamentarios
chilenos, a las propuestas de Reconocimiento legal de los indígenas, se
refieren a que éste produciría el efecto de socavar la
“unidad nacional”, y que Chile –en cambio- es un Estado
unitario; que la soberanía, recae en la nación, y cualquier grupo
de ella que la reclame, vulnera la misma Carta fundamental. Estas
críticas parten de supuestos falsos y se afirman en hipótesis no
demostradas, meras especulaciones.
Por
una parte, la adscripción de la Carta al modelo unitario de Estado(que es
además la forma que ha tenido siempre el Estado chileno) se refiere a la
forma de distribución del poder en el territorio del Estado. Pero que
otros países hayan en cambio, preferido otro modelo, por ejemplo el
federal, no implica un división de la nación. La forma
jurídica del Estado es asunto relacionado pero diferente de la
soberanía nacional.
La
idea de soberanía, que en la Constitución chilena se predica de la
nación (a diferencia de muchas constituciones que prescriben que esta
reside en el pueblo), cuando este puede mantener “en el ámbito
interior la paz y el orden y que puede proteger externamente las
fronteras” (Habermas, op. cit.: 84) Es decir, tiene una dimensión
interna, que consiste en que no hay otro poder que se sobreponga al Estado, y al
orden jurídico; y uno externo, que implica tener el status de sujeto de
derecho internacional, reconocido por los otros estados como miembro
independiente. Por lo mismo, no hay otra entidad que pueda ejercer la
soberanía dentro del Estado, esto afecta la constitución misma del
Estado (de ahí que en el derecho internacional existe un estatuto
especial en el caso de Estado que se encuentran en guerra civil, y uno de los
bandos ejerce el poder en una parte del territorio). En el caso de las
autonomías, no es que el Estado entregue la soberanía, o que esta
se vea vulnerada, sino que la forma en que se ejerce la soberanía no es a
través de un Estado unitario (v. gr. Chile), es decir no hay un
sólo centro de poder; pero –en otro sentido- las autonomías
forman parte del Estado, pues están previstas por el propio ordenamiento
jurídico (la mayor de la veces en la Constitución). Así, la
autonomía no otorga soberanía -que no es una atribución de
la Nación, sino del Estado-, otorga jurisdicción.
Pero
además, la referencia de la Carta a que la soberanía reside en la
nación (asunto diferente a la forma jurídica del Estado), presume
el hecho que Chile está formado por una sola nación. Esta es la
idea del Estado nacional.
“Según
la comprensión moderna. ‘Estado es un concepto definido
jurídicamente que en el orden material hace referencia a un poder estatal
soberano tanto interna como externamente; en términos especiales, se
refiere a un territorio claramente delimitado; y, socialmente. a la totalidad de
los miembros, es decir, al pueblo propio de un Estado” (Habermas, op.
cit.: 83). La idea de nación, sólo a partir del siglo XIX se
entiende como “pueblo propio de un Estado”, vinculándolo
directamente a la idea de Estado, pero el término nación puede
entenderse en diferentes sentidos, de acuerdo a la época histórica
de que se trata. Para lo romanos por ejemplo
natio
era opuesto a
civitas;,
los miembros de las naciones no
tenían los mismos derechos que los ciudadanos romanos, no estaban
integradas al marco estatal de Roma y sólo tenían relaciones de
vecindad y lingüísticas. Este sentido se le atribuyó hasta la
edad media, y estaba asociada “desde un principio la procedencia nacional
atribuida por otros con la delimitación negativa de lo extraño
respecto de lo propio” (Habermas, op. cit.: 86) . Para la época
medieval, la nación asumió, en cambio, un sentido distinto. Se
entendía a la nación, como cierta clase de súbditos, que
tenía una existencia política restringida. Mientras al pueblo
(entendido como la totalidad de los súbditos) se les negaba la
titularidad de derechos (y por ende, su condición de ciudadanos) , la
nobleza, gozaba de esta representación frente al poder de la Corte.
“La transformación de la ‘nación de la nobleza’
en ‘nación étnica’ –un proceso que avanza desde
finales del siglo XVIII- presupone , en definitiva, un cambio de la conciencia
inspirado por los intelectuales. Este cambio se llevó a cabo primeramente
entre la burguesía urbana... La conciencia nacional del pueblo se
condensa en ‘comunidades imaginadas’ reelaboradas reflexivamente
mediante historias nacionales, comunidades que llegaron a ser el núcleo
de cristalización de una nueva autoidentificación colectiva”
(Habermas, op.cit.: 87).
Vale
la pena destacar que la nación no constituye una organización
“natural” y que por ello, no tenga referencia alguna en su
conformación, la voluntad de quienes los integran. La nación
entonces, es un ente artificial, en el sentido que no existe “desde
siempre”, o independiente de sus forjadores. Una concepto naturalista de
la nación favorece posiciones etnocéntricas y
fundamentalistas.
Esta
discusión, en todo caso, nos remite a la definición misma de
nación (ya
entendida
como nación étnica).
Según Martínez (1999) existen tres enfoques teóricos a la
hora de analizar la identidad nacional, primordialismo, instrumentalismo y
constructivismo. Mientras algunos ponen énfasis en los elementos
objetivos –lengua, cultura, raza-, otros lo hacen en los subjetivos. La
nación en definitiva, sería un “fenómeno de
conciencia que se activa para determinados fines” (Martínez,
1999:28). Azcona(1984) en cambio (citado por Martínez) sostiene que
“el nacionalismo vasco y todos los nacionalismos son construcciones
sociales, humanas, en cuya edificación se emplean materiales objetivables
empíricamente, pero con una significación de naturaleza diferente
de la que poseen en su empiricidad” (Azcona, op. cit.: 117). “En el
fondo -complementa Martínez- el surgimiento y la vivencia colectiva de
una conciencia nacional diferenciada dependen de la capacidad de todo proyecto
político de generar símbolos de legitimación social y de su
habilidad para reproducirlos y mantenerlos” (Martínez, op. cit.:
29).
La
idea de nación y la identidad nacional, tienen aspectos o dimensiones
positivas, que en la historia universal han provocado avances sólidos de
la humanidad hacia una sociedad más democrática; pero asimismo,
ha sido el sostén ideológico para el genocidio y el
imperialismo.
Habermas
(op. cit.) sostiene que la noción del Estado nacional, es decir, la idea
de que los súbditos de un Estado conforman una agrupación
más o menos uniformes, que comparten tanto elementos subjetivos como
objetivos y poseen una identidad común, favoreció el
tránsito de una sociedad medieval la época moderna, desde un
Estado monárquico hacia la conformación del Estado
democrático de derecho, a través de la integración social
sobre la base de un nuevo modo de legitimación (Cfr. Habermas, op. cit).
En efecto, la formación de los Estados modernos, especialmente de algunos
países de Europa (como Alemania, Italia, Francia), y de América
implicó que por razones más bien azarosas, de la noche a la
mañana personas que no tenían nada en común se encontraron
bajo un mismo poder estatal; sólo la idea de nación,
permitió que la figura del estado tomará vigor, que con la sola
vinculación ciudadana, no podría adquirir. En fin, la idea de
Estado nacional, facilita la transformación de un Estado
monárquico, en que la soberanía reside en el Príncipe, y
que por lo mismo las
facultades “concedidas” a
los súbditos son reconocidas como “libertades subjetivas”
(verbi gracia, el acta habeas corpus de 1215), a una Estado donde la
soberanía reside en el pueblo, y sus facultades son por lo mismo,
derechos del hombre y del ciudadano. Así las cosas, es claro que Estado y
Nación son dos cosas diferentes, y que se encuentran relacionadas en la
coyuntura histórica de la conformación del Estado
moderno.
Habermas
sostiene que este es el aspecto positivo de la idea de Estado nacional, y de la
identidad nacional. En forma directa, la generación de este sentimiento
de sentirse como parte de una identidad cultural que se identifica con una forma
jurídica: el Estado de derecho, que a su vez trae consigo la
noción de la dignidad humana, los derecho humanos, la democracia y la
responsabilidad de los gobernantes. Por otra parte, en general, “en las
sociedades modernas, los grupos de poder deben recrear constantemente los
símbolos y llenarlos de sentido para que puedan guiar el camino de unas
representaciones colectivas en proceso constante de cambio” (Martinez, op.
cit.:29), lo que implica la uniformización en torno a una sola identidad
nacional. No obstante, como reconoce el propio Habermas, “detrás de
una fachada tal (un pueblo presuntamente homogéneo) se esconde tan
sólo la cultura hegemónica de una parte dominante”
(Habermas, op. cit.: 94). De tal forma que el Estado nacional entra en conflicto
con la nación étnica, la noción de universalidad de los
derechos, con la particularidad de las identidades culturales y la diversidad.
Por ello, es que Habermas plantea que la luz en el túnel, debe buscarse
en una armonización entre la concepción de ciudadanía y la
identidad nacional étnica. El nacionalismo, es decir la
radicalización del discurso nacional, contiene en sí otros riesgos
que ya se han planteado en la primera parte de este trabajo. Pero que
básicamente pueden resumirse en el peligro de que el discurso nacional se
puede volver propagandístico y permitir a las minorías ejercer una
dominación sobre la sociedad (v. gr. Los discursos por
la
libertad y anti musulmanes del gobierno
norteamericano). Por otra parte (y aplicable a las minorías nacionales) ,
que la noción de nación como estado natural se sobreponga y genere
una posición etnocéntrica, dónde el objetivo de los
connacionales es afirmar la independencia de la nación a cualquier
costo.