Aunque
el principio de igualdad es uno que se atribuye a la tradición liberal
más clásica (Locke y Kant, por ejemplo), y que actualmente el
denominado liberalismo procesal o liberalismo igualitario lo ha retomado,
exaltándolo como paradigma del pensamiento contemporáneo, este
principio nos puede dar algunas luces respecto de las relaciones étnicas;
entre otras cosas porque es un principio universalmente aceptado, y consagrado
en como principio fundamental del Derecho Internacional de los Derechos Humanos
(Stavenhagen, 1997: 43), y de la Constitución política
chilena.
El
principio de igualdad que enunciaron los pensadores de la Ilustración,
tenía que ver con la igualdad individual, o como ha señalado
Dworkin (1989), como el derecho a la igual consideración y respeto, que
es, según el pensador norteamericano, el más importante de los
derechos (Dworkin, Op. Cit.). De cara al razonamiento sobre el sentido de la
igualdad, y siguiendo las tesis del filósofo anglosajón Ronald
Dworkin, haremos una distinción previa, entre la igualdad como
política,
y como
derecho.
La diferencia entre ambas, la explica Dworkin al señalar que las
políticas (o directrices políticas) corresponden al tipo de
estándar que propone un objetivo que ha de ser alcanzado; generalmente,
una mejora en algún rasgo económico, político o social de
la comunidad...” (Dworkin, op. cit.: 72). Por otra parte, el autor define
los principios - que son proposiciones que describen derechos- como un
“estándar que ha de ser observado, no porque favorezca o asegure
una situación económica, política o social que se considera
deseable, sino porque es una exigencia de la justicia, la equidad o alguna otra
dimensión de la moralidad. De tal modo, la proposición de que es
menester disminuir los accidentes de automóvil es una directriz, y la de
que ningún hombre puede beneficiarse de su propia injusticia, un
principio” (Dworkin, Op. cit.: 72 y 73). Dworkin sostiene además,
que sólo los principios son vinculantes para los jueces en el ejercicio
de la interpretación del derecho.
Ahora
bien, respecto del tema que nos interesa, esto es, elucidar el sentido y alcance
del derecho a la igualdad consagrado en la Carta Fundamental chilena,
artículos 1º, inciso primero 19 Nº 2 y 3, debemos hacer una
segunda distinción, entre el “derecho a igual tratamiento y el
derecho a ser tratado como
igual”.
Mientras el primero consiste el derecho
a una distribución igual de oportunidades, recurso o cargas, el segundo
implica el derecho a ser tratado con la misma consideración y respeto.
Sólo en algunas circunstancias, uno incluye al otro; sin embargo,
sólo el segundo es fundamental, siendo el primero derivado. El derecho a
ser tratado como igual es el que se encuentra consagrado en las bases de nuestro
sistema jurídico social y dice relación con la concepción
del hombre
como un
sujeto
moral en sentido Kantiano. Es decir,
como un individuo capaz de discernir su propio bien, de trazar un plan de vida a
la luz de ese discernimiento, y de adecuar el conjunto de sus actos a ese plan
(Peña, 1998). De esta forma se consagra la autonomía como un
valor; y también, como el más fundamental de los derechos; en
tanto cuanto, por el sólo hecho de pertenecer a la clase de los humanos,
tenemos acceso a los mismos derechos, y el hecho de ser privado de alguno de
ellos (y por ende, del derecho a ser tratado como igual), significa considerar a
alguien como menos que una persona. Sin duda un principio fundamental en
cualquier parte del mundo, y que puede ser esgrimido por los indígenas
como una defensa de sus derechos.
No
obstante la aplicación de este principio, leído en clave liberal
clásica, ha
permitido
que en su nombre se cometan los
crímenes más horrendos (contra los indígenas).
¿Cómo se explica esta incongruencia? Simplemente porque este
principio puede tener diferentes lecturas, y es posible revisar distintos
discursos de igualdad en el curso de la historia reciente (desde la colonia).
Las legislaciones sobre indígenas que se han dictado, en diferentes
períodos de la historia, tienen tras de sí la noción de
igualdad vigente en el contexto social y político de cada
época.
Si
bien algunos autores distinguen tres, y hasta
cuatro
actitudes o formas de enfrentar la relación con otras etnias (y, a su
vez, de entender la igualdad), ellas pueden agruparse en dos, las universalistas
y las relativistas; o bien, desde otro punto de vista, entre liberales y
comunitaristas.
Para
Santos (1995), en cambio, ambas serían universalistas, ya sea
universalismo antidiferencialista o diferencialista. El primero opera por la
negación de las diferencias, descaracterizándolas. Es indiferente
cual sea mi religión, idioma, ancestros o raza, para determinar mi
posición y derechos e una sociedad política; la noción de
ciudadanía se sobre pone a estos elementos, como reacción a los
diferentes fueros que regulaban a los distintos grupos según aspectos
particulares. La idea de Estado nacional vendrá a permitir establecer un
vínculo más estrecho entre los ciudadanos, resaltando aquellos
rasgos que los unen (la racionalidad, la autonomía), por sobre los que
los separan.
Santos
(1995) señala que la exclusión se manifiesta principalmente en la
formación de una cultura hegemónica, producto de la
globalización de la cultura, que desconoce el valor de otros
conocimientos distintos de los que aportan las ciencias modernas (aquellos que
son producto de las identidades rivales de la cultural hegemónica). El
Estado capitalista actual posee el dispositivo de la asimilación, para
dispersar los conflictos sociales como la exclusión (Santos, op. cit).
Por la asimilación entonces,
se
intenta descaracterizar las diferencias
del otro, con el objeto de mantener la exclusión dentro de los
márgenes aceptables. De esta manera se impone un idioma, una
educación, una forma de control social.
El
universalismo diferencialista opera en cambio por la absolutización de
las diferencias. Nuestras diferencias nos hace imposible ser iguales en algo,
incluso establecer una comparación, ya que no existen criterios
transculturales (Santos, op. cit : 6).
Universalismo
y relativismo (o universalismo antidiferencialista y universalismo
diferencialista) son los verdaderos enemigos de la diversidad (Díaz
Polanco, 2000); mientras los que sostienen teorías relativistas (a las
que Diaz Polanco denomina etnicistas), son los “enemigos entre
nosotros” (Diaz Polanco, op. cit.), el universalismo que emana del
liberalismo clásico, retomado por el liberalismo procesalista
(igualitario), es -en cambio- el más formidable de estos oponentes.
En
las teorías liberales del derecho, no comunitaristas, la igualdad se
estructura en base a dos principios conexos: a) que no puede justificarse un
trato diverso por razones sexo, raza, lengua o religión, y b) que todos
los hombres (y mujeres) tienen iguales derechos (Comanducci, s/f.: 6). Este
liberalismo –procesal- se supone a sí mismo como una
filosofía neutral, cuando en verdad es una posición
filosófica, influida y generada en un contexto histórico y
político.
Para
una posición relativista, sólo es posible entender una conducta o
valorar un hecho, a la luz de la comprensión que emana de la
cosmovisión de esa sociedad particular. Para Bohannan por ejemplo, por
más celo que se aplique a la tarea de analizar otra cultura “desde
afuera”, no es posible eliminar el etnocentrismo de manera absoluta. Lo
que según el autor provoca una “cierta tendencia a elaborar
análisis falsos del derecho vigente en África, Oceanía y
entre los indios de América, mediante un simple traslado de las
características del derecho occidental...” (Bohannan, 1964: 230);
no quedando más alternativa que usar los “conceptos y
categorías nativos de las sociedades estudiadas” (Santos, 1991:
65).
En
palabras de la Corte Constitucional de Colombia el reconocimiento de “la
diversidad étnica y cultural en la Constitución supone la
aceptación de la alteridad ligada a la aceptación de multiplicidad
de formas de vida y sistemas de comprensión del mundo diferentes de los
de la cultura
occidental”.
Pero
esta posición, llevada al extremo, es contraria a los derechos humanos,
puesto que según ella en general ninguna actuación puede ser
valorada sino desde la propia perspectiva, con lo cual seria posible cuestionar
actos que se consideran violatorios de los derechos humanos, como el tradicional
caso de la ablación del clítoris a mujeres africanas, o más
cercano, la libertad sexual de las mujeres indígenas
púberes.
Una
posición respetuosa de la diversidad rechaza la posibilidad de que
emitamos un juicio de valor negativo acerca las culturas
ex ante.
Esto es precisamente lo que
hacían (hacen) los conquistadores para convencer a los colonizados su
imagen de tal, afectando su autoestima con un falso reconocimiento de sí.
La idea es generar, a través de la educación, de la
evangelización una idea negativa de sí, de su cultura. Si
eliminamos “estos factores deformantes, los verdaderos juicios de valor
acerca de las diversas obras colocarían a todas las culturas más o
menos en pie de igualdad” (Taylor, 2001: 98), echando por tierra la
supuesta superioridad de algunas sociedades. Precisamente esto es lo que
reclaman los movimientos organizados de las minorías con a través
del reconocimiento, la consideración de igualdad, no sólo a nivel
de los individuos, sino también de los colectivos. Sin embargo, del mismo
modo como podría constituir una exigencia de una sociedad respetuosa de
la diversidad, la
suposición
que una cultura es
per se
inferior a otra(s); tampoco tiene
sentido suponer el valor de una cultura, o de sus expresiones. Aunque
según teorías subjetivistas, cualquier juicio de valor en este
sentido estaría influido por estructuras de poder.
“Objetivamente,
tal acto contiene un gesto de desprecio a la inteligencia de quien lo recibe;
ser objeto de semejante acto de respeto es denigrante. Los partidarios de las
teorías neonietzscheanas abrigan la esperanza de escapar de toda esta
maraña de hipocresía reduciendo todo el asunto a una
cuestión de poder y contrapoder. Entonces, de lo que se trata ya no es de
respeto, sino de tomar partido, de solidaridad” (Taylor, op. cit.: 103).
En
otra perspectiva, Santos distingue entre los conceptos de igualdad e identidad/
desigualdad y diferencia, que el
universalismo
antidiferencialista que subyace en la
gestión del Estado capitalista moderno, reduce a un simplismo
intolerable. Por ello, y en la búsqueda de una nueva articulación
entre políticas de igualdad e identidad, Santos enuncia un nuevo
imperativo categórico: “Tenemos derecho a ser iguales siempre que
una diferencia no inferioriza; tenemos derecho a ser diferentes siempre que la
desigualdad nos descaracterice” (Santos, 1995, op. cit.: 42). Toda
política que niega -en cambio- diferencias que no inferiorizan, es una
política racista. Tenemos derecho a tener las mismas oportunidades para
superarnos individualmente, las mujeres deben tener los mismos derechos sexuales
o de oportunidad para acceder a un trabajo, con igual remuneración; y a
que se remuevan las condiciones que provocan estas discriminaciones. Pero
tenemos derecho a mantener las diferencias que nos caracterizan, como el idioma,
la religión, las tradiciones.
Este
imperativo categórico debe llevarnos a excluir, por una parte, un
liberalismo igualitario universalista, que pretenda que existe una visión
del mundo y las relaciones humanas, una sociedad, como aplicable en todo tiempo
y lugar, como “la mejor”. Es una realidad –valiosa- que
existan diferentes visiones, y que ese entorno es valioso para conformar al
individuo.
Paro
también, y con la misma fuerza, este imperativo nos permite excluir el
exaltar aquellas diferencias que sólo nos descaracterizan, que afectan la
dignidad individual. Aun cuando este concepto, sea foráneo, porque a
estas alturas si parece ser compartido. No es posible justificar, en nombre de
la cultura, cualquier atrocidad. En este sentido, si bien no es posible
prejuzgar una sociedad porque tiene una identidad diferente, como inferior,
tampoco es admisible que no sea posible emitir un juicio (informado) sobre una
determinada cultura. El argumento proveniente desde la teoría de la
dependencia y de Foucault, no aporta más que el mantenimiento de una
perspectiva asistencialista.
Bajo
esta perspectiva entonces, decimos que toda sociedad tiene el derecho y el deber
de revisar las prácticas fundadas en sus tradiciones, costumbres y
valores (y así ocurre efectivamente, aun cuando no dijéramos
nada), como por ejemplo los sacrificio humano, la postergación de la
mujer, las desigualdades internas, etc.
“No
se trata de que las diferencias culturales determinen las diferencias
culturales, por ejemplo, del habeas corpus. Pero sí distinguen estos
derechos fundamentales de la vasta gama de inmunidades y presuposiciones del
trato uniforme que han brotado en las culturas modernas de revisión
judicial. Estas modalidades de liberalismo están dispuestas a sopesar la
importancia de ciertas formas de trato uniforme contra la importancia de la
supervivencia cultural, y optan a veces a favor de esta última”
(Taylor, Op. cit.: 91).
Por
lo mismo, no todas las vertientes liberales se oponen a la diversidad (en el
sentido como la hemos entendido aquí), el liberalismo comunitario de
Kymlicka por ejemplo, incorpora la idea de los derechos colectivos, como
“protecciones externas”, aunque Kymlicka se opone a las
“restricciones internas”, que facultan a un grupo “para
regular las relaciones de sus miembros e imponer restricciones sobre
ellos” (Assies, 2000, “la oficialización de lo no oficial.:
12).
Esta
es la tensión entre derecho individuales y los colectivos. El liberalismo
en la versión de Rawls, repele la institución de los derechos
colectivos, por cuanto el titular de los derechos es siempre individual, del
cual se predica la autonomía, el sujeto moral en el sentido kantiano, es
decir aquel que es capaz de discernir sobre su proyecto de vida y de actuar
conforme a él.
La
Corte Constitucional de Colombia ha dictaminado que “....los intereses
dignos de tutela constitucional y amparables bajo la forma de derechos
fundamentales no se reducen a los predicables de sus miembros individualmente
considerados, sino también logran radicarse en la comunidad misma que
como tal aparece dotada de singularidad propia, lo que justamente es el
presupuesto del reconocimiento expreso que la Constitución hace a la
diversidad étnica y cultural de la nación colombiana (CP. Art. 1
y7)”.
La
contradicción entre derechos individuales y colectivos es –en
verdad- una falsa disyuntiva, porque los derechos colectivos no tienden sino a
la vigencia de los derechos individuales de los pueblos indígenas,
¿Cómo podría ejercer una indígena, su derecho a la
práctica de ritos tradicionales, se pregunta Magdalena Gómez, si
se niega el acceso de la comunidad a sus sitios sagrados? (Gómez, 2000:
1047); y en tanto no sean funcionales a ello, sino a su violación, no
deben considerarse derechos humanos (Assies, 1999, et al., Op. cit.: 519).
Estas
tensiones (entre derechos individuales vs. derechos colectivos, entre
universalismos y relativismos) no son sólo una disquisición
teórica, una interesante discusión académica, la historia
de la relación interétnica en Chile, por ejemplo, se puede leer
desde esta discusión, y el futuro de esta relación (y las
propuestas de cambio) pueden ser elaboradas a partir de estas tendencias; y por
lo tanto al cuestionar el sentido de asimilación e imposición
sobre una
minoría
como los mapuche, pero con el cuidado de que esa crítica nos permita
avanzar hacia una sociedad más abierta y diversa; y fortalecer -y no
debilitar- la democracia.
En el período de la Colonia, por ejemplo, “se aplicaron
políticas de segregación mediante la separación de
regímenes jurídicos que buscaban preservar la diferencia cultural
y racial de indios y españoles” (YRIGOYEN, 1999: 130). La
independencia trae consigo, al igual que en la formación de los estados
europeos, la noción de Estado-Nación, la teoría de
separación de poderes, y el principio de la igualdad ante la ley.
“Se buscaba asimilar o desaparecer a los indios dentro de la naciente
nación mestiza y se impuso una homogeneización cultural forzosa
por los criollos y mestizos que hegemonizaron los procesos de
independencia” (YRIGOYEN, op. cit.: 130). Surge el cuestionamiento de los
estatutos privilegiados y la declaración de ciudadanía plena de
los indígenas, en base al principio de
igualdad.
RONALD
BRETON, denomina esta reacción frente a las etnias como de
desconocimiento, que incluye desde el genocidio, el que se refiere al
aniquilamiento físico, hasta el intento por asimilar a un Pueblo, que
implica su eliminación no en cuanto a las personas que lo conforman, sino
a su identidad colectiva (BRETON, 1983:
92).
La asimilación constituye un mecanismo que ha sido utilizado para ignorar
las diferencias existentes con los excluidos del sistema, o en términos
colectivos, con los pueblos colonizados. Entre nosotros se presenta como un
instrumento que permite conformar una identidad nacional única (que omite
por cierto la preexistencia de identidades indígenas) que da vida al
Estado nacional; permitiendo mantener un grado de exclusión, sin que esto
sea vista como una amenaza.
Desde
mediados del siglo XX (YRIGOYEN, op. Cit.: 131), en tanto, surge la idea de que
los indígenas corresponden a un grupo de personas subordinados y que
transitan por etapas inferiores de la civilización, que es necesario
integrar a la sociedad e incorporar al desarrollo, para su propio beneficio. En
este contexto surgen las agencias estatales asistencialistas para los
indígenas y las normas jurídicas de protección (Convenio
107 de la OIT).
Las alternativas a esta discusión tradicional están representadas
sea por Nader, que plantea un sistema analítico comparado que permite
realizar un estudio “desde fuera”; o por quienes, desechando la
titánica tarea de elaborar un concepto de derecho, prefieren como unidad
de análisis el conflicto o litigio, más universal y
práctico. Pero, esta última parece ser más bien una
alternativa metodológica para la investigación, pero no reemplaza
la necesidad de describir el fenómeno jurídico al interior de las
distintas sociedades.
Sentencia T-308 de 1993. Magistrado ponente Eduardo Cifuentes Muñoz.
Septiembre de 1993. Citada, por Sánchez, Esther. 1998. “Justicia y
Pueblos Indígenas en Colombia”. Universidad Nacional de Colombia,
Facultad de Derecho, Ciencias políticas y Sociales. Unidad de
Investigaciones Jurídico Sociales y Políticas, Bogotá,
Colombia, 1998; p. 81.