6.
La sociedad mapuche durante la República de Chile
Ha
concluido la colonia y las guerras de la Independencia sacudirán la zona
central de Chile. Nada ocurre en el territorio mapuche. Concluyen las batallas
cerca de Santiago y algunas tropas realistas se dirigen al sur a establecer un
foco de resistencia. Se alían con algunos caciques mapuches y ocurre lo
que en la historiografía nacional se conoce como el episodio de la
“Guerra a Muerte”, llamada así por Benjamín
Vicuña Mackenna con el objeto de resaltar la diferencia entre las
batallas de la Independencia y esta guerra de guerrillas que ocurre en el sur
fronterizo.
Una vez terminado este episodio viene un largo período en que el Estado
no va a tener capacidad de preocuparse de lo que ocurre en el lejano sur. Se
mantienen las mismas relaciones fronterizas del período colonial, el
mismo sistema de administración y también un ejército de
fronteras de características similares al colonial. Muchos de los
soldados y oficiales, además, son hijos y descendientes de esa milicia.
Las guerras civiles "montistas" van a sacudir el sur indígena el
año 1851 y 1859. Angol, recién fundado, será atacado y
destruido por Mangin o Mañil Huenu, cacique de Victoria. Muchos
revolucionarios penquistas, de Concepción, se refugiarán en la
Frontera, en las comunidades
indígenas.
La
guerra con España va a comenzar a cambiar las cosas en el gobierno de
Santiago y a aumentar la preocupación por el tema fronterizo. Es en la
década del sesenta, en que Cornelio Saavedra es nombrado Intendente de la
nueva Provincia de Arauco y son aprobadas sus leyes de ocupación de la
Araucanía, de construcción de fuertes en la "línea del
río Malleco", por el norte y en la "línea del río
Toltén", por el sur. Esas dos líneas aprisionan a la sociedad
mapuche, que tiene salidas sólo hacia la cordillera y el territorio
trasandino, donde el ejército de ese país también ha
construido "líneas de fortines", para la provincia de Buenos Aires.
Comienza un período de enfrentamientos militares entre los mapuches y el
ejército chileno y argentino. Esta "segunda guerra de Arauco" concluye el
año 1881 con la fundación de Temuco en el lado chileno y de
Bariloche por el General Roca, en el lado Argentino. El año 1884, el
ejército chileno llega simbólicamente hasta las antiguas ruinas de
Villarrica, metidas al interior de un bosque centenario. A pesar de la
resistencia que opone el cacique Epulef se funda esa ciudad, significando el
retorno de las ciudades del sur destruidas al comenzar el siglo XVII.
Habían transcurrido 280 años. (Ver Mapa Nº 23)
6.1. Los primeros
años después de la Independencia: entre la valoración y la
negación del mapuche
Las
primeras décadas después de la Independencia de Chile va a
constituir un período marcado por distintas percepciones desde la
sociedad nacional hacia la sociedad mapuche. Se observa, en primer lugar, una
valoración de parte de los criollos hacia los indígenas. Esta
valoración positiva va a demostrarse en muchas manifestaciones e incluso
en intentos jurídicos.
Al momento
de iniciarse la independencia, las nuevas autoridades que estaban asumiendo el
control del país miraron hacia la Frontera tratando de asociar su lucha a
la resistencia que había opuesto el Pueblo Mapuche al conquistador
español. En ciertos ámbitos como el de la Logia Lautaro, el
título de algunos periódicos como las Cartas Pehuenches y, en
general, la admiración que despertaba la lucha de los araucanos contra el
español, hicieron presumir a O’Higgins, Carrera, Freire, Camilo
Henríquez y varios hombres de la época, que invocar el pasado
indígena hacía bien a la causa de la Independencia. Surgió
así, un sentimiento de respeto y admiración hacia los mapuche,
quienes son incluidos en el discurso patriótico como los altivos
luchadores por la libertad y es elocuente que para la fiesta del primer
aniversario del 18 de septiembre, las damas asistieran al baile de gala
celebrado en el palacio de gobierno vestidas como “indias”. Dentro
de este contexto aparece el interés de los primeros gobernantes de Chile
por la Araucanía; Bernardo O’Higgins, tenía en mente la idea
de incorporar definitivamente la Araucanía a Chile, incluyendo a toda la
población indígena de este y el otro lado de la Cordillera. En
1817, O’Higgins se refería a los Araucanos, como “... el
lustre de la América combatiendo por su libertad...”, agregando que
estos formaban una preciosa porción de nuestro país que,
seguramente, no abandonaría sus suelos para irse en pos de un
español que sólo quería esclavizarles y hacerse feliz a
costa de la servidumbre de sus moradores...
”.
La
aristocracia criolla, durante esos primeros años de constitución
de Chile como una nación independiente, se ve en la necesidad de
reflexionar sobre la construcción de la identidad nacional y la idea de
nación. El discurso giró en torno a las instituciones consideradas
tradicionalmente sustentadoras de la identidad nacional: el ejército, la
iglesia, la aristocracia, sin embargo, necesariamente debieron aludir a la
presencia de las poblaciones indígenas del territorio. Por tanto, lo que
ocurre es un determinado tipo de etnificación de lo indio desde el
discurso proveniente del poder y de las elites, funcional a la
construcción identitaria
nacional.
Este
discurso no es homogéneo, puesto que fluye desde diversos ámbitos
de la actividad pública de la época, -políticos,
eclesiásticos, militares, próceres de la independencia, gestores
del republicanismo-, además no va a ser exclusivo de los primeros
años del siglo XIX, sino que, paradójicamente, va a extenderse
hasta los momentos más críticos y dramáticos que
caracterizarán la acción del Estado Chileno hacia el Pueblo
Mapuche.
Así
vemos, por ejemplo, como en 1888, Horacio Lara en la dedicatoria su libro
Crónica de la
Araucanía, se refería al
tema en los siguientes términos:
“...no
ha obedecido a otro móvil que a la inspiración de un elevado
sentimiento de patriotismo guiado de un sano propósito: -el de
reconstruir el pasado histórico de un pueblo heroico que, como el
araucano, tan profundas huellas ha dejado marcadas en nuestra vida nacional en
tres siglos de la más tenaz de las luchas que haya sostenido en
América una reducida porción de hombres encerrados entre estrechos
linderos en honra a su independencia, o ya en defensa de sus campiñas,
sus selvas i sus bosques que sombrean la humilde choza que oculta en su oscuros
seno la robusta i altiva prole que desde los primeros vajíos de la
existencia empieza a atisbar en su corazón el sagrado fuego del
patriotismo... Antes que ese pueblo cuna de tantos héroes i ara de
inmolación i sacrificio de tantos mártires desaparezca del todo
del escenario de nuestra sociabilidad, hemos querido recoger en su lecho de
agonía el postrimer aliento i estamparlo por decirlo así en estas
pájinas
...”.
Es
así, entonces, que en un primer momento se produce una valoración
del mapuche, la que se complementa con la idea de incluirlo en el proyecto de
nación que se estaba gestando para construir con él y sus
territorios el nuevo país que surgía desde las ruinas del mundo
colonial.
Se
percibe un ambiente de profundas buenas intenciones en la construcción
del nuevo Estado - Nación que se estaba formando, primando la idea de una
gran hermandad. En esta dirección habría apuntado, por ejemplo, un
proyecto de “Pacificación de la Araucanía” presentado
en el año 1823 por Mariano Egaña, que permitiese ocupar la
región con colonos nacionales y extranjeros, prefiriendo para ello a los
propios mapuches. El proyecto, debía necesariamente ser acordado con los
indígenas por medio de un parlamento, tal cual lo habían efectuado
durante la colonia, españoles y mapuches.
Sin
embargo, se visualiza un cuadro bastante contradictorio en la medida que se
produce la llamada "Guerra a Muerte". Pues, si bien en una primera instancia
los mapuches aparecen gestando los antecedentes de la nacionalidad, gracias a la
“sangre araucana” derramada en pos de la libertad, el primer
contacto directo que tuvieron los patriotas libertarios con los mapuches
adquirió un carácter más bien traumático, con esta
denominada “Guerra a Muerte”. Los mapuches se vieron envueltos en
una guerra ajena, entre patriotas y realistas, pero fieles a los acuerdos y a la
palabra empeñada, mantuvieron sus compromisos contraídos en los
parlamentos con los españoles. En ellos, los españoles
reconocían el territorio y autonomía del Pueblo Mapuche, en cambio
los patriotas pensaban en un territorio unificado bajo la bandera chilena desde
el norte hasta el Cabo de Hornos. Los mapuches percibieron esta diferencia entre
chilenos y españoles y temieron, con evidente previsión, la
constitución de un gobierno central en Santiago que, poseedor de fuerzas
armadas ofensivas, atacara y sometiera definitivamente el
territorio.
De
esta manera, los mapuches adhirieron mayoritariamente al bando realista y
lucharon contra los chilenos, contra los fundadores de la patria. En este
sentido, decae en el imaginario nacional la figura mapuche que cimentaba la
lucha por la libertad y la defensa de los derechos como pueblo independiente.
Por otro lado, la forma de lucha que se dio en la Frontera, tuvo un
carácter en el que la caballerosidad no era el signo más
característico. El accionar de los mapuches transforma radicalmente la
imagen que se había construido de ellos, frente a la naciente sociedad
nacional. Aparece el estereotipo del bárbaro, la imagen de seres
salvajes, primitivos, que no coincidía, o no estaba a la altura del
proyecto de nación liberal civilizada que se pretendía
edificar.
Será
esta actitud contradictoria de Chile frente a los mapuche -su historia y su
presente- la característica principal del problema indígena
contemporáneo. “Marcará a su vez las relaciones de la
sociedad mapuche con la chilena y las diversas estrategias de integración
que sus dirigentes desarrollarán...
”.
Esta
actitud contradictoria por parte del Estado, queda reflejada en la
promulgación de leyes, las cuales, puede decirse, presentan un cuadro
bastante peculiar, pero determinante en este intento de integración de
parte del Estado chileno hacia los mapuches. Por una parte el año 1822,
en la constitución de O’Higgins, se expresa claramente quienes
serán chilenos, estableciendo que dicha condición será para
todos los nacidos en el territorio de Chile, y que dichas personas serán
iguales ante la ley, sin distinciones de rango ni de privilegios. Pero, por otro
lado, en esa misma constitución, se expresa claramente que no todos los
chilenos podrán tener la calidad de ciudadanos, sólo podrán
serlo, quienes cumplan con una serie de requisitos: “...son ciudadanos
todos los que tienen las calidades contenidas en el artículo 4 con tal
que sean mayores de veinticinco años o casados y que sepan leer y
escribir, pero esta última calidad no tendrá lugar hasta el
año de
1833...”.
Evidentemente,
los mapuches de la época, en su inmensa mayoría, no saben leer ni
escribir el castellano, no es ocioso recordar que poseían una cultura
distinta, donde no existía la escritura, dado, como fue mencionado, que
se trataba de una cultura basada en la oralidad, poseedora de una lengua propia:
el
mapudungun.
Por otra parte, la constitución no hace ninguna mención a los
indígenas, simplemente son todos chilenos, pero los menores de 25
años no podrían ser ciudadanos; los mapuches comienzan a ser
vistos con los ojos del evolucionismo, el que por aquellos años
había tomado forma en los ámbitos científicos, y donde se
concebían a los grupos indígenas como niños, como grupos
que se encontraban en una etapa primaria, primitiva, donde, su padre
-occidente-, debía guiarlos en el camino hacía el desarrollo,
progreso y civilización.
Se
aprecia entonces, cómo el Estado, por un lado, no reconoce a los mapuches
como un pueblo independiente sino que busca integrarlo, pero no lo integra como
uno más, sino como una especie de ciudadano de segunda clase. De hecho
les niega la calidad de ciudadano; y, en último caso, si llegasen a
cumplir con los requisitos para acceder a dicha calidad, se les exige que dejen
de ser lo que son, que olviden lo que han sido y adopten los patrones de la
nueva sociedad que se está formando; en definitiva, existe un claro
no-reconocimiento de los mapuches, en primer lugar como actores políticos
distintos, independientes y, en segundo lugar, como actores culturales
también distintos. El Estado está diciendo por medio de ello,
“... ustedes son chilenos, ya no son más
mapuches...”.
La
constitución de 1823, presenta restricciones aún mayores para
acceder a la ciudadanía chilena: “... Es ciudadano chileno con
ejercicio de sufragio en las asambleas electorales, todo chileno natural o legal
que habiendo cumplido veintiún años, o contraído matrimonio
tenga alguno de estos requisitos: Una propiedad inmueble de doscientos pesos, un
giro o comercio propio de quinientos pesos; el dominio o profesión
instruida en fábricas permanentes; el que ha enseñado o
traído al país alguna invención, industria, ciencia o arte,
cuya utilidad apruebe el gobierno; el que hubiere cumplido su mérito
cívico, y por último, todos deben ser católicos romanos...
”.
Nuevamente
se evidencia la negación del “ser mapuche”; dado que de
acuerdo a estos requisitos, prácticamente se estaba diciendo a los
mapuches: “usted no podrá ser ciudadano”. En el trasfondo, se
buscaba borrar todas las diferencias existentes entre los habitantes del
territorio chileno, y homogeneizar aun desde el discurso público, a los
“chilenos”; pues como se verá, las fronteras entre unos y
otros siguieron presentes en las cotidianeidades de la vida
nacional.
Aunque
el camino hacia la homogeneización -que se percibía como vital
para la construcción del Estado-Nación-, ya había comenzado
desde antes, con la presencia en la Araucanía de los misioneros
católicos. Quienes penetraron en territorio mapuche con la misión
de evangelizarlos, convertirlos al cristianismo, enseñarles la lengua
castellana y, en definitiva, transformarlos; la labor homogeneizadora desde el
Estado se tornará sistemática durante el siglo XIX, mediante una
serie de aparatos institucionales, funcionales a dichos propósitos. En
esta actitud homogeneizadora desde el Estado hacia el Pueblo Mapuche,
están presentes una serie de mecanismos de dominación; de
ahí que se señale la importancia de conocer cuáles fueron
estos mecanismos de “ciudadanización del mapuche”, recalcando
que se trata de un proceso que sigue presente hasta el día de
hoy.
Entre
dichos mecanismos, destacan, en primer lugar, los medios jurídicos, que
se constituían en piezas claves para la formación de la
nación. A través del andamiaje legal, las autoridades
podían extender a toda la población los mecanismos de control que
debían imponer para construir el país que demandaban. Se trataba,
por lo tanto, “... de establecer instrumentos jurídicos capaces de
otorgar un sentido de pertenencia y que abarcara a todos los
‘chilenos’...
“.
En
este sentido, en el escenario posterior a la colonia, va a ser el Estado
Chileno quien a través de distintos medios jurídicos va a generar
los conflictos que se mantienen hasta el día de hoy con el Pueblo
Mapuche. La creación de la provincia de Arauco en 1852, se constituye en
un hito importante, ya que como instancia jurídica, permite al Estado
intervenir, sin previa consulta, directamente sobre el territorio mapuche:
“... es como si hoy día el Estado chileno decidiera crear una
provincia en territorio argentino y se le pone un nombre...”. La
provincia, es el ropaje jurídico que le permite al Estado iniciar el
camino de apropiación de un territorio que era de otro
Pueblo.
Un
segundo elemento o mecanismo destinado a consolidar el proyecto del
Estado-Nación y, por extensión, la negación del Pueblo
Mapuche, se encuentra en el ámbito de la educación. El
interés de las autoridades por impulsar tempranamente su desarrollo, se
percibió así porque se creía que la educación
“... sacaría al pueblo de las tinieblas... ” y lo
haría respetuoso de las normas jurídicas y valores que
regirían los destinos de
Chile.
La
escuela, además de haberse constituido como un mecanismo de
dominación, subordinación y negación del mapuche, es el
lugar por donde fluye, a veces implícitamente, la expresión del
racismo y la
discriminación.
Lo
cierto es que la educación también se constituye en un elemento y
mecanismo de homogeneización cultural y por tanto en un aparato negador
de las especificidades culturales que no cuadran con el proyecto del naciente
Estado nacional. Va a ser esta política homogeneizadora y negadora de las
diferencias culturales, instaurada por la educación formal chilena la que
hoy permite comprender por qué existen tan pocos mapuches que, por
ejemplo, dominen su propia lengua, que hablen el
mapudungun.
Los testimonios de mapuches al recordar sus experiencias escolares suelen ser
dramáticos, ya que se les prohibía hablar su lengua y se les
castigaba en caso de ocuparla y no hablar el castellano.
Hacia
la década del cuarenta del siglo XIX, el Estado chileno realiza un
intento para relacionarse de manera más estrecha con los mapuches de la
frontera sur; la estrategia utilizada recayó en el ámbito de la
educación formal; de esta manera se recurrió a las escuelas
misionales de Franciscanos Italianos, contratados por el gobierno de
Joaquín Prieto. Bajo el supuesto de que estas misiones podrían
ayudar a transmitir los valores del ciudadano a los mapuches, y a reemplazar los
principios de las sociedades tradicionales por la lógica de la
racionalidad.
Un
tercer elemento que contribuyó a los intentos de homogeneización
cultural del país, queda constituido por la inmigración europea.
La presencia de inmigrantes europeos, fue percibida también como una
posibilidad de ir generando actitudes que los grupos dirigentes querían
desarrollar entre los miembros de la nación. Por lo mismo, la
inmigración no sólo representó un medio para aumentar la
población, sino también una propuesta encaminada a formar a los
chilenos, “... contribuyendo a desarrollar en ellos una conducta imitativa
que muchas veces nos ha llevado a menospreciar nuestra cultura y a transformar
nuestra identidad en una identidad híbrida...
”.
Así se desprende de las palabras de Vicente Pérez Rosales, agente
de colonización, quien reprochaba a los habitantes de la zona y a algunas
autoridades los obstáculos que habrían puesto al establecimiento
de los colonos:
“Entristece
el recorrer la anterior lista [de inmigrados], viendo cuán despacio,
cuán de mala gana y con cuántas interrupciones llega a fecundizar
nuestros desiertos ese riego de población y de riqueza que tantos
prodigios obra en todas; que, como no debemos cansarnos nunca de repetirlo, es
el único medio que en nuestras actual estado puede elevarnos pronto a una
envidiable altura entre las naciones
civilizadas.”
En
el Chile de la época se había instalado ya el eje conceptual
civilización/ barbarie, el que se desprendía de las corrientes
evolucionistas que lideraban el pensamiento científico; corrientes que,
en breves palabras, consideraban que las sociedades humanas se encontraban en
distintos estadios evolutivos los que, en el caso de H. L. Morgan, uno de sus
principales exponentes, transitaban desde el salvajismo, pasando por la
barbarie, hasta llegar al estadio de civilización. Obviamente en la
cúspide de la pirámide se encontraba Europa y, a medida que los
rasgos culturales en general se alejaban de tales patrones, se clasificaba a
dichas sociedades en estadios inferiores de desarrollo y evolución. Estas
corrientes evolucionistas sirvieron como argumento para justificar la
mayoría de las políticas expansionistas y colonialistas del siglo
XIX en el mundo entero.
En
el pensamiento latinoamericano, liberal y positivista del siglo XIX, la
civilización -la modernidad- podía alcanzarse reemplazando el
patrón cultural “indo-ibérico” por uno abierto a
Europa y Estados Unidos. Las ideas de Domingo Faustino Sarmiento, respecto a
esta confrontación entre civilización y barbarie, eran ampliamente
aceptadas en Chile, que no fue la excepción a esta
corriente.
Junto
con lo anterior, a mediados del siglo XIX comienza a agudizarse una crisis
económica que llevará prontamente a mirar hacia el territorio del
Pueblo Mapuche. Entre los años 1857 y 1861 se produce esta crisis
económica, los grupos dirigentes de la nación intentaron buscar
una solución al problema que se dejaba sentir fuertemente en la sociedad
chilena, sin que dicha solución comprometiera la plataforma básica
de la economía chilena del momento, es decir, las exportaciones. El vasto
territorio mapuche serviría para elevar la producción
agrícola y estrechar lazos con el mercado argentino, mercado que
serviría como alternativa a los de California y Australia que se
encontraban en franca
decadencia.
Durante
el siglo XIX la economía chilena fue una proyección de la
economía colonial; es decir un modelo de crecimiento “hacia
fuera”. Este modelo económico, basado en exportaciones de materias
primas, permitía a los grupos dirigentes controlar el país y al
Estado financiar la hacienda pública. Este modelo generó consenso
y no despertó ningún tipo de resistencia entre los sectores que
podían intervenir en la conducción del Estado y su
economía. De esta manera se fueron consolidando “las tres patas de
la mesa” que sostuvieron la economía chilena durante el siglo XIX:
minería, agricultura y comercio, todos sectores interesados en impulsar
una economía exportadora que satisficiera plenamente sus
intereses.
En
un comienzo el modelo fue exitoso, gracias a la demanda externa generada por los
mercados del Pacífico, California y Australia; sin embargo, dicho
patrón poseía una fragilidad inherente, que tiene que ver con el
escaso papel que los países exportadores juegan en el control de los
factores que hacen funcionar la economía. Baste decir que ni la
intensidad de la demanda ni su calidad, podían ser manejados desde
Chile.
Los
sectores agrícolas y mineros respondieron a la gran demanda inicial; no
obstante, eso no quiso decir que la respuesta haya sido de buena calidad. Por
otra parte, la mayor producción agrícola no significó una
modernización en el agro, y buena parte de la producción minera se
hizo con capitales extranjeros. Los sectores agrícolas y mineros se
mostraron reacios a desplazar utilidades a sus respectivas actividades, lo que
posteriormente impidió producir a bajos costos para poder hacer frente a
la competencia de nuevos centros de abastecimiento.
La
primera crisis del modelo exportador se da entre los años 1857 y 1861, y
ocurre fundamentalmente a partir de la brusca desaparición de los
mercados californianos y australianos. El mercado californiano había
alentado fuertes especulaciones al interior de la economía chilena, con
lo que surgieron enormes endeudamientos, pues nadie dudaba en solicitar
créditos con lo cual se fue creando una riqueza imaginaria que
alentó gastos que una economía como la chilena no pudo resistir.
Después de desaparecer el mercado californiano, este se transforma en
competencia para la producción triguera chilena arrebatándole con
ello los mercados del Pacífico, tradicionalmente chilenos.
En
la prensa comienzan a circular una serie de artículos que trataban la
crisis, asociándola con la incapacidad de cancelar con mercaderías
chilenas los productos de importación, forzando así una
exportación de monedas que anunciaba la recesión; también
se manifestaba una preocupación por la pérdida del mercado
californiano y los altos precios que estaban alcanzando los productos
agrícolas. La solución que con más claridad se
presentó en la prensa del momento tuvo que ver con la obtención de
capital, es decir “... mercaderías vendibles en el exterior que
permitieran equilibrar la balanza de pago y ordenar una economía que
antes de la caída no había mostrado
flaquezas...”.
Desde
este momento en Chile se empiezan a desarrollar acciones tendientes a sacar al
país de la crisis; se comenzó a pensar en modernizar las
haciendas, los cultivos y todo lo demás. A partir de este momento Chile
comienza a mirar hacia la Araucanía. Es a partir de la década del
‘50 que esta zona adquiere verdadera relevancia para los intereses
chilenos. En 1856 el periódico
El
Ferrocarril se refería a ella como
una zona de recursos inagotables, “... manantial de riquezas que
requería de brazos y capitales para gozar de una próspera
agricultura... ”. Tres años más tarde se señalaba que
la Araucanía era la zona más rica de “nuestro
territorio”.
En palabras del profesor Jorge Pinto, era vista por la sociedad chilena del
centro, como una gran hacienda inculta.
Los
artículos de prensa se siguieron multiplicando, y la mayoría
coincidía en señalar que con la ocupación de la
Araucanía se ganaría en tres aspectos: tierras, mano de obra y la
posibilidad de abrir un mercado alternativo al californiano, vía
Argentina. La campaña pro-ocupación de la Araucanía fue
prácticamente dirigida por
El
Mercurio de Valparaíso, el
órgano más representativo de los intereses de los inversionistas
chilenos.
La sociedad chilena del centro del país comienza a mirar hacia la
región del sur, y se piensa que el destino “natural” debe ser
su ocupación.
Es
entonces, a partir de la ineptitud mostrada por los inversionistas chilenos
antes, durante y después de la crisis económica de mediados del
siglo XIX, unida al eje conceptual de la barbarie y la civilización, que
se fue generalizando la idea de que los mapuches, así como su abundante
territorio, se encontraban en un estado donde reinaba la barbarie, el
primitivismo, etc. Y que, por tanto, era “deber” de la
población chilena “civilizada” intervenir allí y
llevar el progreso y la civilización a todos los rincones del territorio
nacional.
Un
párrafo del diario
El
Mercurio, que reflejaría una suerte
de “ideología de la ocupación” lo expresa en forma
clara:
“No
se trata sólo de la adquisición de algún retazo
insignificante de terreno, pues no le faltan terrenos a Chile; no se trata de la
soberanía nominal sobre una horda de bárbaros, pues esta siempre
se ha pretendido tener: se trata de formar de las dos partes separadas de
nuestra República un complejo ligado; se trata de abrir un manantial
inagotable de nuevos recursos en agricultura y minería; nuevos caminos
para el comercio en ríos navegables y pasos fácilmente accesibles
sobre las cordilleras de los Andes... en fin, se trata del triunfo de la
civilización sobre la barbarie, de la humanidad sobre la
bestialidad...”.
La
sociedad chilena, agraria, santiaguina, que miraba hacia Europa y que
surgió en las primeras décadas del siglo XIX, no tuvo la capacidad
de comprender al Pueblo Mapuche. Así, desde la capital, los araucanos
eran mirados con conmiseración: “... Eran seres primitivos,
salvajes; a lo más, bárbaros. En esas tierras del sur de Chile no
había llegado aún la civilización...
”.
Eso
se decía en la época. Lo anterior, era reafirmado al observar la
poligamia, práctica que no logró ser comprendida dentro del
contexto mapuche, y el nomadismo, también considerado cercano a la
barbarie, por la sociedad católica del centro del país.
El
diario El
Mercurio insistía en que los indios
son enteramente incivilizables, y publicaba en 1859, con respecto a los
indígenas: “... Todo lo ha gastado la naturaleza en desarrollar su
cuerpo, mientras que su inteligencia ha quedado a la par de los animales de
rapiña, cuyas cualidades posee en alto grado, no habiendo tenido
jamás una emoción moral...
“.
Esta mirada de los indígenas como animales de rapiña, como hordas
de salvajes -campaña permanente de
El
Mercurio- vino a crear una
justificación moral para la ocupación de los territorios de La
Araucanía a cualquier precio. Otro artículo, de la época
refiere al tema en los siguientes términos:
“Los
hombres no nacieron para vivir inútilmente y como los animales
selváticos, sin provecho del jénero humano y una asociación
de bárbaros, tan bárbaros como los pampas o como los araucanos, no
es más que una horda de fieras que es urgente encadenar o destruir en el
interés de la humanidad y en bien de la civilización...
.
Es
en esta época, a mediados del siglo XIX, donde se produce “... una
grieta insalvable entre la vida chilena santiaguina y la forma de vida que
llevaban los indígenas del sur de Chile...”. Se pensaba en los
mapuches como una “raza” en decadencia, degradada por el alcohol;
los mapuches, a los ojos evolucionistas de la sociedad criolla, estaban lejos de
ser los héroes relatados por Alonso de Ercilla. Se multiplicaban los
artículos en la prensa que se referían en términos
similares acerca de los pobladores de la Araucanía. El país
comienza a formarse una idea falsa de los indígenas del sur, y a circular
el arquetipo, de que los mapuches además de estar acabados, eran cada vez
menos; comenzó a afirmarse que quedaban muy pocos indígenas en el
sur y que las tierras estaban desocupadas. El país del centro se
formó esta idea, falsa por cierto, pero conveniente, para ocupar la
Araucanía y someter a los indígenas al régimen
reduccional.
De
esta manera, desde 1850, comienza a clarificarse la actitud del Estado, y de la
sociedad chilena frente al Pueblo Mapuche del sur de Chile. Se desencadenan una
serie de factores que llevarán a la ocupación del territorio, con
lo cual se desintegra el viejo espacio fronterizo que habían logrado
construir españoles y mapuches por más de dos siglos. Todo el
peso del Estado en formación se dejó sentir entonces sobre la
Araucanía, imponiendo a la región el proyecto de país y
nación elaborado por los grupos dirigentes que gobernaban Chile desde
Santiago.
Chile
configura su territorio durante esta época y lo hace con una clara
vocación expansionista. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el
país incorporó Magallanes, la Araucanía, la Isla de Pascua
y las Provincias del Norte. Se produce la ocupación de regiones hasta ese
entonces inexploradas. Es el período de expansión del capitalismo
mundial. En el ámbito nacional, las razones se relacionan con la
estrechez del mercado de la tierra, lo que constituía la base para poder
sostener la política inmigratoria que fomentaba el Gobierno chileno de la
época y posibilitaba la crisis económica de 1857.
Por
aquella época la convivencia con el Ejército de frontera
motivó que los araucanos de aquellas zonas -a diferencia de los que
vivían más al sur- buscaran lugares apartados para vivir,
sembraran el mínimo para su subsistencia y se dedicaran al acarreo de
animales, ya que aquello era más seguro frente a los robos ejecutados por
los militares presentes en la zona. La relación con este ejército
además se caracterizó por contactos de dominación a
través de la entrega de los ‘bastones de mando’ a los
caciques locales. Se trataba de caciques reconocidos por el gobierno “...
con un cierto rango de funcionarios. Tenían el derecho de administrar
justicia, y a veces se les destinaba policías para apoyarlos en su tarea
de poner orden en la zona...
”.
Junto con ello, se invitaba a los caciques a parlamentar y se les brindaba las
atenciones típicas de ese entonces, “... mucho mosto y mucha
música... ” se decía en la época. El mapuche, con una
larga tradición de respeto por las invitaciones, se veía
comprometido por el agasajo y consideraba que estaba contrayendo una deuda de
honor. “... No es una cultura del aprovechamiento. Por el contrario, la
mapuche es una cultura del honor, de la palabra empeñada que vale
oro...”.
Como ya
fuera señalado, el Estado nacional, y la sociedad santiaguina en general,
consideraban los territorios de la Araucanía como vacíos,
desocupados; se pensaba en una tierra de nadie. A mitad del siglo XIX se lleva a
cabo un censo de población, estimándose para toda la
Araucanía tan solo cerca de treinta mil personas. Como fuera mencionado
anteriormente, el interés por ocupar esos territorios estuvo presente
desde los inicios del proceso de independencia, pero dicho interés
sólo se vuelve sistemático después de 1850. A partir de
estos años comienzan a llegar los primeros colonos alemanes a Valdivia,
Puerto Octay, Puerto Montt. Dichos colonos comienzan a construir industrias,
fabrican vapores, empieza a consolidarse una economía pujante en el sur
del país. En esta época la suerte de los mapuches ya estaba
sellada, se encontraban entre dos fuegos expansivos. Por una parte, estaba el
Chile central que necesitaba de más tierras para continuar con su modelo
agrícola hacendal y, por el sur, habitaba la exitosa colonia alemana, que
instauraba un modelo de lo que debía hacerse con esas tierras. En ese
tiempo no hubo espacio para pensar en otras alternativas. Es necesario
señalarlo y decirlo, de lo contrario la historia sería
incomprensible, o sería un conjunto de maldades, de perversidades, si se
piensan con categorías actuales las conductas de ayer. Los mapuches
aprisionados entre dos fuegos se encontraron inermes frente al proceso de
colonización que se les venía
encima.
6.2. La invasión de
la Araucanía
Desde 1850
en adelante se comienzan a infiltrar en el territorio mapuche un sin
número de chilenos que se asentarán en la zona, ya sea como
trabajadores, arrendatarios o simplemente como propietarios de terrenos que
fueron adquiridos de manera fraudulenta. Este proceso, denominado
“colonización espontánea”, se llevó a cabo en
los territorios mapuches comprendidos entre los ríos
Bío-Bío y Malleco -Alta frontera-, y entre el
Bío-Bío y el río Lebu -Baja Frontera o Arauco-. Por el sur
la jurisdicción efectiva del Estado chileno se encontraba en San
José de la Mariquina, al norte de
Valdivia.
Junto con
ello, y a medida que el ejército chileno también comienza
internarse en territorio mapuche, se empieza a crear un conjunto de normas
legales sobre la Araucanía. Como se ha dicho, la primera de ellas es la
Ley de 1852 que crea la Provincia de Arauco, abarcando el territorio comprendido
entre el río Bío-Bío y el Toltén, zona mapuche por
excelencia.
En 1866 se
dictaron las primeras leyes de ocupación, momento en que el concepto
“territorio de indígenas” es cambiado por el de
“territorio de colonización”. Las tierras fueron declaradas
fiscales para evitar que los aventureros y especuladores se apropiaran de todos
los recursos y no dejaran espacio para la inmigración extranjera, que
era, en definitiva, el verdadero objetivo. Hasta 1881 los mapuches lograron
resistir el avance de los chilenos. En ese año se abren caminos, se
construyen puentes, se fundan fuertes y ciudades. Se funda el fuerte Temuco,
lugar de mayor densidad indígena de todo el sur de Chile. No hubo
conversaciones ni tratados de paz, como insiste alguna tradición. El
parlamento de la Patagua en el Cerro Ñielol, en que los caciques le
entregaban la tierra al ministro Recabarren para que fundara Temuco, nunca
existió. No se ha encontrado nunca un documento que pueda atestiguar esa
leyenda.
Junto
con las tropas llegaron los agrimensores, dirigidos por Teodoro Schmidt. A
medida que las tierras eran medidas, se fueron dando cuenta de que aquellas no
estaban vacías como se pensaba en Santiago. Todo estaba subdividido entre
los caciques, y poblado por familias mapuches. La idea de un sur deshabitado era
una idea falsa que se había tejido en el centro del país; los
mapuches ocupaban densamente la Araucanía, y había una suerte de
propiedad establecida en la zona que contaba con deslindes bastante
claros.
Muchos
particulares del centro de Chile, vieron una posibilidad cierta de hacerse de
tierras de una manera relativamente fácil en el sur del país. Las
leyes de radicación, pretendían entregar las tierras declaradas
fiscales a colonos extranjeros y nacionales, se había diseñado un
plan para ellos; sin embargo, nada pudo impedir la entrada de inescrupulosos
particulares, que recurriendo a las más variadas argucias, no dudaron en
expulsar y arrebatarles sus tierras a numerosos indígenas.
Los
mapuches reaccionaron activamente frente a los hechos que venían
ocurriendo. Algunos historiadores locales como Leandro Navarro, Horacio Lara y
Tomás Guevara, dejaron testimonios de las protestas indígenas; sin
embargo, la historiografía tradicional nada consigna respecto de la
reacción del Pueblo Mapuche y de las estrategias empleadas por sus
dirigentes. Personalidades mapuches como José Santos Quilapán,
tuvieron plena claridad sobre lo que estaba ocurriendo y plantearon a sus
aliados una estrategia de oposición a la "entrada de los chilenos" como
decían en esa época. Numerosos testimonios que provienen de la
historia oral mapuche, demuestran la capacidad e inteligencia de los dirigentes
para actuar frente a esa invasión.
Tres
posiciones se debaten en la sociedad mapuche de fines del siglo diecinueve. Por
una parte quienes están por enfrentar del modo militar la invasión
que se venía encima. Quien dirige esta tendencia es el lonko
Quilapán de los arribanos o wenteches. Hay un segundo sector que se
encuentra liderado por el cacique de Quechereguas, Pailahueque, que trata de
establecer alianzas y negociaciones. Para ello incluso viaja a Santiago a
solicitar el fin de la ofensiva. Es apoyado por los frailes franciscanos
italianos. Un tercer sector o tendencia de opinión política, trata
de establecer una alianza con los chilenos y sus dirigentes. La encabeza el
lonko de Chol Chol, Venancio
Coñoepán.
Estas tres "líneas políticas" que se registran en la sociedad
mapuche de la década del setenta y ochenta del siglo XIX, muestran una
enorme continuidad. Unos creen que el camino es la resistencia, otros la
negociación con diferentes aliados y otros la adaptación.
Habría
que decir, al revisar la historia, que lamentablemente los mapuches y sus
dirigentes no tuvieron muchos espacios de negociación. Como han
señalado diversos autores aquí citados, la sociedad chilena
santiaguina se había dejado convencer de que era necesario ocupar
violentamente la
Araucanía.
Es por ello que hubo una combinación de estrategias, por una parte de
carácter bélico, de negociaciones, y minoritariamente de
aceptación.
Durante
quince años se produce un período de mucha violencia. Desde 1866
hasta la fundación de Temuco y el ataque que todas las agrupaciones
mapuches hicieran el 5 de noviembre de ese año al fuerte allí
establecido, fue un período de continua guerra. Como en todas las guerras
hubo mucho sufrimiento y muchos desplazados. Las familias de la Frontera,
cercanas a la recién construida línea del Malleco huyeron a
lugares más lejanos, hacia la Cordillera. Los guerreros cruzaban la
Cordillera, peleando contra el ejército chileno como contra el argentino.
Poco sabemos de los detalles de ese período y falta mucho aún que
investigar para conocer en mayor detalle lo ocurrido en esta "segunda guerra de
Arauco" en que la Araucanía fue ocupada por parte del ejército de
Chile.
El
entonces Coronel Cornelio Saavedra le escribía al Gobierno que esta
campaña le había costado "...
Mucho mosto, mucha música y poca pólvora... ", frase llena
de orgullo y soberbia que ha quedado en los anales de la historiografía
chilena y que hizo creer a muchos autores que la campaña del sur
había sido "un paseo por el prado". No son pocos quienes adhirieron a
esta idea levantando teorías que señalan que los mapuches ya
estaban "aculturados" en ese momento y que la ocupación de la
Araucanía se realizó sin oposición de ninguna especie. Las
pruebas históricas empíricas desmienten absolutamente esta manera
de ver la historia. El propio Cornelio Saavedra se dio cuenta de esta
situación. En un texto menos citado, pero que anticipa el conflicto que
se estaba generando, escribe a las autoridades de Santiago lo siguiente:
“...
llevada (la guerra) por el sistema de invasiones de nuestro ejército al
interior de la tierra indígena, será siempre destructora, costosa
i sobre todo interminable, mereciendo todavía otro calificativo que la
hace mil veces más odiosa i desmoralizadora de nuestro ejército.
Como los salvajes araucanos, por la calidad de los campos que dominan, se hallan
lejos del alcance de nuestros soldados, no queda a estos otra acción que
la peor y más repugnante en esta clase de guerra, es decir: quemar sus
ranchos, tomarles sus familias, arrebatarles sus ganados i destruir en una
palabra todo lo que no se les puede quitar. ¿Es posible acaso concluir con
una guerra de esta manera, o reducir a los indios a una obediencia durable?
”
Por cierto
que frente a un ejército moderno como el que ingresó el año
1881, que venía vencedor en Chorrillos y Miraflores en el Perú, no
había forma de enfrentársele en las mismas condiciones. Sin
embargo, esa diferencia tecnológica y numérica no amilanó a
los mapuches quienes se defendieron, atacaron las caravanas, cortaron los
telégrafos, asaltaron pueblos, ciudades y fuertes, muriendo muchos en el
combate, como está establecido. La gran insurrección final de
noviembre de 1881 unió a todos los sectores mapuches, desde los
lafquemches de Tirúa, los imperialinos y del
Budi,
los nagche de Lumaco, Purén y Cholchol y los wenteche que asaltaron el
fuerte de Temuco desde diferentes partes, sin que prácticamente faltara a
la cita ninguna agrupación o lof.
6.3. La
reducción
La idea de
Reducción aparece paralelamente a la llegada de los agrimensores a la
Araucanía, cuando constatan que la tierra que se había pensado
vacía, estaba ocupada densamente por los mapuches. Es ahí cuando
aparece, entre las autoridades del país, la idea de la
‘reducción’.
La ley de 1866 y las leyes posteriores establecieron que a los indígenas
se les daría un título gratuito sobre las tierras que
poseían. De su carácter gratuito y haber sido dados como una
merced por parte del Estado viene su nombre: “Título de
Merced”. Pero hasta que no se llegó a medir físicamente la
Araucanía, no se percibió que esas propiedades indígenas
eran muy grandes y que en muchas áreas ocupaban en forma plena el
territorio. Se le consultaba a un cacique por los deslindes de su propiedad y
los señalaba con claridad, al igual que se hace hoy en día en
cualquier propiedad, nombrando a sus vecinos y los accidentes del terreno que
los separaban. Llegó la noticia a Santiago de que no había
espacios vacíos en el sur y se le encomendó a la Comisión
que redujera las tierras de los indígenas. Existe un documento antiguo,
en que se establece cuántas hectáreas le deben ser otorgadas al
jefe de familia, a la mujer indígena y a los hijos, esto es, a partir, de
un criterio diferente al de la tierra que ocupan. No se aplicó
literalmente el principio allí establecido, pero se impuso la idea de
reducir la tierra indígena.
El proceso
de radicación, reducción y entrega de Títulos de Merced
ocurre dentro de los años 1884 y 1929, y estuvo acompañado por
todo tipo de abusos en contra de los mapuches. Tuvo innumerables consecuencias
que transformaron de manera cruel y definitiva a la sociedad mapuche: en primer
lugar, se viola el territorio autónomo y reconocido a través de
acuerdos políticos por los españoles; el Estado chileno liquida
los espacios territoriales jurisdiccionales de los mapuches, y reduce sus
propiedades a las tierras de labranza alrededor de las casas que con
anterioridad habían tenido. Por otro lado, la radicación,
consistía en que la Comisión Radicadora nombraba a un determinado
cacique y le entregaba tierras; junto a dicho cacique ubicaba a otras familias
extensas que tenían sus propios caciques o jefes, transformándolas
en dependientes del cacique nominado con el Título de Merced;
cuestión que va a provocar un quiebre crítico en la sociedad
mapuche.
No
está de más recordar el tipo de organización basada en
linajes de la sociedad mapuche; los radicadores de indígenas simplemente
actuaron con criterios económicos, y redujeron a familias distintas en
espacios pequeños y donde debían estar bajo la tutela de un
cacique designado por ellos. Esto condujo a numerosísimas disputas
internas. Ahora, se sumaba a las usurpaciones por parte de particulares no
indígenas, los conflictos entre
mapuches. En la documentación de
la época existe una serie de demandas y reclamos de mapuches que a la par
de reclamar contra el abuso de particulares no indígenas, reclaman por
problemas al interior de las reducciones con otros mapuches.
De esta
manera, el Estado chileno rompió con las solidaridades internas que
constituían la sociedad mapuche; los agrupó en forma arbitraria y
los obligó a vivir de una forma completamente artificial. Aquí se
encontraría un elemento que ayuda a explicar la división interna
mapuche: “No es casualidad que hoy día sigan en muchos casos
divididos y que las desconfianzas entre ellos sean tan fuertes. En buena medida,
esa es también obra de la dominación y colonización,
llevada a cabo por la acción del
Estado...”.
Es por
esta razón que se sostiene que el Estado chileno ha sido el principal
actor y responsable de las políticas que se han desarrollado en torno de
la sociedad mapuche. Todas las consecuencias que implicó la
ocupación militar de la Araucanía, constituyen el origen de la
situación actual del Pueblo Mapuche.
El Estado chileno, al optar
por esta integración forzada y violenta, con la consiguiente
reducción de las familias mapuches, en miles de pequeñas reservas
–reducciones-, que comprendió quinientas mil hectáreas, una
porción ínfima del antiguo territorio
mapuche,
origina buena parte de los actuales conflictos territoriales mapuches: una doble
pérdida, tierras y autonomía que tiene un eje común: el no
reconocerlos como
pueblo.
Frente
a estos hechos que ocurrieron con gran violencia hubo voces disidentes a esas
formas de proceder. En un documento de la época, se observa cómo
el diputado Matta, en 1868, expresa su alarma por la negación de
justicia que ha rodeado la ocupación de la Araucanía;
señala que “... Un plan de esta naturaleza no traerá otro
resultado que el exterminio o la fuga de araucanos; porque
persiguiéndolos por todas partes no tendrán más que perecer
víctimas de la superioridad de nuestras armas i número. Entonces
los bárbaros no serán ellos, seremos nosotros...
”.
Se
inicia así el período de
mayor conflicto, contradicción y destrucción en las relaciones
entre el Estado y los Pueblos indígenas. Todos los pueblos
indígenas de Chile sufren en ese período la
invisibilización social y la acción destructiva del Estado
chileno.
Es importante recordar que al iniciar la
República, el territorio mapuche gozaba de un status jurídico
particular a consecuencia de los parlamentos realizados con las autoridades
españolas, el último de los cuales (Negrete, 1803), había
reconocido una vez más la frontera en el río
Bío-Bío. Como se puede apreciar, en ese tiempo al Estado chileno
poco o nada le importaron este tipo de
estatutos.
Pinto, Jorge. De la inclusión a la
exclusión... Op. cit.: 90. En esta misma página el autor cita un
párrafo de una artículo publicado en 1818 en El sol de Chile,
donde se establecen claramente los criterios sobre los cuales giraría el
accionar del Estado, y el valor que se le asignaba a la educación :
“...Nada interesa tanto a las naciones para conservar su libertad y
defender sus derechos, como la instrucción de todos
sus
ciudadanos (...) Una educación que
acostumbre a conocer el valor de la verdad y a estimar a los que la descubren o
saben emplearla, es el único medio de asegurar la felicidad y la libertad
de un pueblo. La educación es quien sabe dar a las almas el
carácter nacional, dirigiendo de tal modo las opiniones y gustos de los
ciudadanos, que todos ellos sean patriotas por pasión, por
inclinación y por necesidad...”
Entrevista realizada al profesor Rosamel
Millaman... En este mismo sentido el profesor Héctor Painequeo dice:
“En mi caso particular empecé a sentir la existencia del racismo
sólo cuando asistí a un colegio urbano, antes, este era un
problema inexistente, porque hasta entonces, había recibido una
formación desde una precisa identidad, no necesariamente en la escuela,
sino que en el seno de mi hogar, actualmente vigente”.
Bengoa, José. Historia de un conflicto... Op. cit.: 32. Héctor
Painequeo sostiene que es esta mirada la que explica la relación que se
va a gestar entre la sociedad chilena y los pueblos originarios, él dice,
sino “... cómo se entiende que hayan sido tan exageradamente
generosos con los inmigrantes europeos y tan cruelmente injustos con los
indígenas...”.