El
Valle de Coz-Coz
Recostada
en la falda de la montaña y rodeado de altos y seculares árboles y
de profundas quebradas, se extiende la pequeña planicie que los araucanos
llaman valle de Coz-Coz. Ese lugar está consagrado, digámoslo
así, para las «juntas» que anualmente celebran los indios de
esa
reducción.
El sitio es pintoresco y está situado casi en del camino y en un paraje
que todavía está en el corazón de la montaña, lejos
relativamente bajo la innegable autoridad del cacique Manuel Curipán
Treulén, señor de Coz-Coz.
En un extremo está el «Trahuen» con el manzano de los
sacrificios al centro. Se llama «trahuen» al redondel o circo en el
cual bailan las parejas después de cada sacrificio que se ofrece a
«nechen», dios.
El
manzano no lo puede tocar nadie, ni para aprovechar de la fruta. Las manzanas,
cuando caen, pueden ser recogidas solamente por las
«Calfimalén» y ésta a su vez puede obsequiarlas a las
niñas de su edad.
La «Calfimalén» es una niña de diez a quince años
de edad, soltera por supuesto, que va siempre junto a la bandera de la
reducción y mientras que dura en su puesto es altamente respetada por
hombres y mujeres; es el culto que los araucanos rinden a la
inocencia.
Cuando la «Calfimalén» cumple los quince años, la casan
con algún hijo de cacique o joven «ulmen» noble, de
lareducción y entonces el cacique elige otra niña en su reemplazo.
El
manzano, pues, está al cuidado de todos los indios de la reducción
y nadie osaría tocarlo a ningún precio para hacerle
daño.
Alrededor del «trahuén» en las «juntas» se construyen
ramadas para las mujeres y niños. Cada reducción al llegar al
campamento, da tres vueltas al «trahuén» a caballo, en medio de
gritos, toques de trutrucas, cornetas y pifilcas. Es el saludo. En seguida se
bajan del caballo hombres y mujeres y mientras estas se saludan con las otras
que ya están instaladas, los hombres se van al monte a cortar fagina para
hacer las ramadas o tiendas de sus mujeres.
En pocos minutos están de vuelta. La construcción de la
«casa» queda a cargo de las mujeres y el cacique, capitán,
«Calfimalén», sargento y mocetones se dirigen a saludar al
dueño de casa que, al oír los gritos y toques que han anunciado la
llegada de una reducción, se coloca a la sombra de un árbol cuya
designación indígena siento no recordar.
El cacique recién llegado se baja del caballo y se dirige donde el
dueño de casa; se dan la mano y empieza un largo discurso de
saludo.
En este discurso se hacen votos de felicidad de cada uno de los miembros de la
familia del dueño de casa y se les nombra; recuerda el forastero los
detalles más insignificantes de la casa de su huésped y se
interesa por que el caballo tal y el toro cual no se enfermen y estén
buenos para el trabajo.
Durante
este discurso el cacique se interrumpe de vez en cuando para lanzar un grito a
buena voz, dirigido a su gente que está a caballo.
Este
grito es algo así como llamándoles la atención hacia sus
palabras, para que no se distraigan y participen y lo acompañen en la
salutación que dirige al dueño de casa. A ese grito responden
todos los mocetones con otro igual que resuena más vigorosamente, toda
vez que es lanzado por una cantidad de hombres.
Terminada
la salutación, el dueño de casa y el forastero montan a caballo y
se dirigen al «trahuén». Los dos caciques, el
«capitán» o abanderado y la «Calfimalén»,
avanzan hasta el manzano, mientras las mujeres y los hombres de la
reducción se organizan por parejas para el baile. La
«Calfimalén» toma una gallina blanca viva, que ha traído
consigo, la abre con un cuchillo y le saca el corazón, frente a ambos
caciques; rocía el manzano con la sangre y enseguida hecha el
corazón y los hígados al fuego.
Este es
el momento en que el cacique dueño de casa le agradece en corto discurso
el sacrificio que en su honor se ha hecho y mientras que las parejas han
empezado el baile a la voz de «purumán» dada por la
«Calfimalén», los caciques se separan.
El baile
de los araucanos es monótono: bailan en parejas de hombre y mujer tomados
de la mano, eso si que las parejas se buscan y tuve la ocasión de
observar que, por mucha monotonía que tenga el baile, por sus figuras sin
gracia y sin arte, no es de ninguna manera monótono para las parejas que
aprovechan de lo lindo de la ocasión para un flirteo de miradas y de
sonrisas complementarias.
En varias
ocasiones he nombrado a «capitanes» y «sargentos» sin
explicar qué cargos son estos.
Capitán
es el abanderado y el que cuida directamente a la «Calfimalén».
Cuando el
cacique monta a caballo el capitán se pone inmediatamente delante de
él, junto con la «Calfimalén» que va también en
caballo aparte. No tiene otro oficio que llevar la bandera e ir adelante de su
reducción.
El
sargento es el que imparte las órdenes del cacique a los mocetones. Tiene
atribuciones para guardar el orden y hacerse obedecer, imponiendo castigos si es
necesario, siempre de acuerdo con el cacique.
El
«trutrucamán» o corneta, obedece al sargento. El capitán
obedece al cacique. Sargento y capitán son independientes entre
sí.
Las
mujeres reciben las órdenes del cacique por medio del la
calfimalén o del sargento.
Durante
una junta, que puede ser «guillatun» rogativas al dios (nechen) para
el éxito de una cosa o «machitun« cuando se trata de ahuyentar
al espíritu malo (huecufu), los hombres toman poca parte en la fiesta,
propiamente dicha. Fuera de los saludos y presentaciones de los que no se
conocen, los hombres se limitan a mirar la fiesta desde el caballo un momento y
enseguida se retiran descansar
o
conversar bajo los árboles, donde beben «muday» especie de
limonada o bebida fabricada con maíz, papas, trigo y otras legumbres.
Esta
bebida la usan inmediatamente de hecha; de modo que como no alcanza a fermentar
no tiene alcohol y pueden beber grandes cantidades sin temor a los efectos de la
embriaguez. Durante las fiestas del parlamento de Coz-Coz, en un número
mayor a dos mil indígenas, no vi ningún borracho, a pesar de
tratarse de fiestas nacionales, digamos así, en las que hasta los
civilizados se suelen propasar y necesitan leyes como la de Alcoholes, que
tampoco cumplen.
Y
aquí tenemos desvirtuado otro de los cargos que se hacen a los araucanos.
El de borrachos.
Ya
hemos visto que no hay tal.
Los
indios que se emborrachan son los que viven cerca de las tiendas o despechos que
instalan los «españoles» en tierras araucanas.
Pero
estos indios, puede decirse que no se emborrachan: los emborrachan los
civilizadores; las sociedades colonizadoras como la San Martín que
está instalada por estas regiones, y particulares como Engelmeyer, Fritz
y otros que hacen pingüe negocio vendiendo pañuelos y trapos y
chucherías por precios exorbitantes e inculcándole al indio el
gusto por el alcohol. Sin embargo, son relativamente pocos los indios que acuden
de modo propio a beber a estas tabernas disfrazadas y para no acudir
allí, tienen otra razón poderosa: el odio y el temor que tienen a
los dueños de esas pulperías por las tropelías de que los
hacen víctimas, prevalidos del ascendiente moral que tienen sobre los
naturales, que los hace ser desvergonzados y cínicos en la
comisión de los delitos.
Cuando
llegamos al valle, presentaba éste un golpe de vista soberbio. Todos los
indios estaban montados y agrupados cerca del «trahuén» cuyo
manzano estaba rodeado con las banderas de las reducciones.
Los
sargentos cruzaban al galope el campo impartiendo las órdenes de los
caciques y los trutrucamán continuaban impasibles sus toques empezados
cuando nosotros entramos a Coz-Coz.
Más
de dos mil indios, todos montados, esperaban las órdenes de sus caciques
para organizarse en columnas por reducciones, para darnos la bienvenida.
Tan
pronto como no vio, avanzó hacia nosotros el cacique de Coz-Coz,
Curipán Treulén, y nos saludó ceremoniosamente y nos
presentó a su hijo y heredero con el cual conversamos en seguida, porque
el viejo es sordo.
Este
viejo es de la cepa antigua; no ha querido abandonar sus usos y costumbres y por
lo tanto no usa sombrero ni botas ni menos pantalón. Usa chiripa y poncho
y la hermosa cabellera gris la somete con el antiguo «trarilonco» o
sea la cinta lacre con que se ve a los indios en las fotografías. Tampoco
se ha querido bautizar y lo que es doctrina cristiana no la entiende ni la oye;
sin perjuicio de que el Padre Sigifredo, de quien es grande amigo, tenga en su
reducción toda clase de facilidades para catequizar a los indios. Su hijo
y heredero es bautizado y se llama Manuel Curipán Treulén.
Hecho el
saludo por el dueño de casa, los indios se organizaron en seguida por
reducciones, con su cacique, capitán, calfimalén y sargento a la
cabeza e hicieron un desfile delante de nosotros, que lo presenciamos en
compañía de Treulén desde el boldo donde debía
reunirse el Parlamento.
Durante
un cuarto de hora estuvimos mirando desfilar las reducciones con sus toques de
corneta y trutruca. Al enfrentarnos lanzaban un grito, destemplado algunas
veces, que era acompañado del saludo con que nos brindaba el cacique.
¿Cuántas
reducciones pasaron? No podría recordarlo. Los principales eran
más de veinte y cada una de éstas tiene diez o más caciques
tributarios.
De todos
los indios que vimos, el cinco por ciento y aún menos andarían mal
vestidos y desaseados, los demás vestían con toda decencia, ya
fuera pantalón o chiripa, poncho de tejido indígena y de colores
chillones con grandes flecos, botas y sombrero guarapón de paño.
Los
caciques, capitanes y sargentos se distinguían por la limpieza de su
traje, así mismo por el lujo de los arreos de la cabalgadura.
El
cacique Hueitra, de Ancacomoe, montaba un rico caballo negro azabache con
riendas y cabezadas de argollas de plata. La montura y estriberas tenían
adornos del mismo metal y al lado derecho de la cabeza, el caballo ostentaba un
pon-pon de plumas lacres.
El
aspecto general de esta reunión no tenía nada de salvaje, de
degenerado: era una reunión de ciudadanos que tenía mucho de
imponente.
Terminado
el desfile, los caciques se desmontaron, y empezaron a reunirse junto al boldo,
mientras que los mocetones hacían una gran rueda alrededor.