El
Parlamento
Nosotros
habíamos preguntado ya en qué idioma iban a hablar los caciques y
se nos había contestado lo que ya sospechábamos con anterioridad:
iban a hablar en mapuche. Poca esperanza teníamos de saber que iban a
decir y cómo se expresarían, lo que para nosotros tenía el
mayor interés.
En esta
emergencia recurrimos a José Antonio Curipán, sobrino del cacique
de Coz-Coz, mozo de unos veintisiete años, vivo y de no escasa
ilustración, para que nos sirviera de intérprete.
José
Antonio se excusó cuanto pudo, diciendo que si él entendía
perfectamente araucano, no se encontraba capaz de traducirlo con fidelidad y
ligereza al castellano, como requerían las circunstancias y que por lo
tanto creía él que no podría desempeñar bien la
comisión que nosotros deseábamos encomendarle.
Casi lo
obligamos a hacernos ese servicio y mediante él podemos estampar algo de
lo que se habló en el Parlamento, previniendo que hemos tratado en lo
posible de guardar la forma de lenguaje empleado por los oradores que, entre
paréntesis, fueron muchísimos más de los que
aparecerán aquí.
Hicieron
los caciques un gran óvalo, uno de cuyos extremos se apoyaba en el boldo
donde Manuel Curipán Treulén estaba con su padre. El silencio se
hizo tan pronto como Curipán levantó la voz y dijo:
«Peñi
cacique (hermanos caciques) Hemos querido mi padre y yo que haya en Coz-Coz una
junta grande, para que vinieran los caciques a parlamentar, porque hace mucho
tiempo que no se hablan ellos de lo que les pasa en sus reducciones con los
«huincas« que nos quieren quitar la tierra que ha sido siempre de
nosotros. Ei!!
Ei!!
Responden todos en un grito largo.
«Bueno;
entonces mi padre me dijo: manda a los mocetones que vayan a todas las
reducciones que puedan alcanzar en quince días de ida y vuelta y que les
digan a los caciques que vengan a Coz-Coz a parlamentar, para que sepan todos
los mapuches lo que les pasa a sus hermanos y vean ellos lo que harán,
para que todos nos amparemos Ei!!
«Aquí
en Coz-Coz Joaquín Mera le ha quitado la tierra a tres indias hijas de la
Nieves Aiñamco, después que la mató. El juez lo
soltó después que lo tuvo preso; entonces Mera vino a quemarle la
casa a la Antonia Vera, hija de la Nieves.
El
gobierno no hace justicia a los indios, porque los indios son pobres y
así dice Joaquín Mera que él hace lo que quiere porque
tiene plata. Ei!!
Varios
caciques hablan a la vez afirmando la veracidad de lo dicho por el orador.
«Mi padre ha tenido que recoger a la Antonia Vera, que era antes la mayor
de Pinco, porque ahora Joaquín Mera se ha agarrado todo el fundo. El
gobierno no puede tener ley para que Mera haga esto.
«Bueno;
entonces los caciques ancianos que han venido a parlamentar digan que haremos
los araucanos para que el Gobierno ampare a los mapuches y podamos estar
tranquilos en la tierra que es nuestra. Los mapuches más alentados digan
también qué haremos para que no se rían de nosotros.
Ei!!»
He
aquí la síntesis del discurso del cacique de Coz-Coz.
Cuando
terminó el orador, los caciques empezaron a discutir entre sí y
nuestro intérprete no pudo hilar esa discusión.
Por
fin, se levantó uno, alzó la mano y empezó:
«Peñi mapuche. Es el cacique de Quilche, Lorenzo Carileu.
«Hermanos
mapuches: hace mucho tiempo que nosotros estamos sufriendo los atropellos de los
españoles, sin que jamás hayamos tenido justicia del Gobierno; y
de esto nosotros mucha culpa, porque vivimos tan aparte unos de otros y porque
nunca se nos ocurre unirnos para que así se nos respete.
«Una
vez Rafael Mera me hizo un cerco en Quilche; quería quitarme un retazo de
tierra en que yo tenía un manzanal. Un mocetón me avisó
luego y yo fui más tarde con quince mocetones e hice pedazos el cerco.
Ei!
«Dos
días después Mera Levantó otra vez el cerco y yo
volví a hacerlo pedazos y me llevé las varas a Pehual hasta bien
lejos.
«Después
me fui a Santiago y hablé con el presidente, el caballero Germán
Riesco; de ahí me mandaron donde otro caballero y éste me dio un
papel y me dijo que lo guardara y si alguna vez me atropellaban que
enseñara el papel.
«Bueno,
yo tenía el papel bien guardado y una vez Rafael Mera me encontró
en el camino y me dijo que me iba a quitar con los gendarmes el terreno. Yo
saqué el papel, se lo echó al bolsillo, le picó al caballo
y arrancó; yo le seguí pero él se juntó con unos
mozos y me amenazo con el revólver si yo lo seguía. Me dijo que no
entregaba más el papel. Ei!!
«Desde
entonces no lo he podido encontrar nunca solo. Ahora me quiere quitar otros
terrenos y no me deja trabajar. Si nosotros los mapuches quisiéramos nos
haríamos respetar muy bien Ei!!
«Ya
hemos visto que para nosotros los naturales no hay justicia. Vamos a Valdivia,
allá estamos diez, quince días sin poder hablar con nadie porque
todos dicen que somos unos cargosos.
Y al
último cuando reclamamos, por más buena voluntad que tenga el
caballero protector de indígenas
o
Promotor Fiscal, todo queda en nada en el juzgado. Nos piden testigos, llevamos
los testigos, pagamos intérpretes, fuera de lo que hay que pagarle al
secretario y al último dicen que nuestros testigos no sirven. Ni pagando
encontramos justicia nosotros.
«Ramón
Jaramillo me ha quitado muchos terrenos; me mató dos mocetones, me ha
quitado animales; ha sembrado barbechos míos; me ha quemado cercos y
roces ¿Qué le han hecho? Si hubiera sido un natural, entonces
sí que lo habrían tomado preso y lo habrían azotado!
«Bueno;
aquí hay ancianos que digan lo qué debemos hacer los mapuches,
para que nos dejen trabajar tranquilos nuestra tierra. Ei!
Reucan
Nehuel, cacique de Chalupén, se pone de pie y con voz sonora y acento
enérgico, dice «Sí, sí; que digan un remedio para esta
situación; nosotros estamos quedando cada día más pobres,
porque nos roban los españoles y ellos tienen armas y a nosotros no nos
permiten ni machete; los gendarmes nos lo quitan. Si nosotros tuviéramos
armas no nos robarían los animales. Debemos pedir al Gobierno que nos
devuelvan nuestra tierra. Mai! Mai!
Naguilef
Loncon, cacique de Llongahue: «Cuando hablaron de guerra con la Argentina,
todos nosotros y hasta los ancianos nos presentamos al Gobierno para pelear por
Chile y ahora el Gobierno no nos hace caso. Que nos dé siquiera una orden
para defendernos nosotros mismos y no necesitamos más; porque si nosotros
les hacemos algo a los españoles, ellos van a Valdivia y vuelven con los
gendarmes a tomar preso al indio. Ei!
Juan
Cheuquehuela, cacique de Antilhue impone silencio, pues la discusión se
ha hecho general y todos hablan a veces sin entenderse.
«Yo
estoy viviendo tranquilo en Antilhe, con toda mi gente, porque no he dejado que
me quiten mis terrenos. Muchas veces Romualdo García me ha querido quitar
la tierra en varias partes y yo con mi gente nos hemos puesto firmes. Cuando se
han perdido animales, hemos ido a buscarlos a los potreros de Romualdo
García y los hemos encontrando allí y él ha visto que es
inútil todo lo que haga para que yo me aburra y le deje la tierra. Toda
mi gente es buena y obediente y lo que yo mando lo hace inmediatamente. Yo creo
que si todos los mapuches vivieran así como yo, ningún
español se animaría a atropellarnos. Si hubiera un cacique mayor
al que todos obedecieran, el cacique haría respetar a todos los indios,
así como yo hago respetar a todos mis mocetones. Nombre un cacique mayor
para todas las reducciones que han venido a esta junta. Yo puedo ser el mayor.
Todos los indios que hay aquí saben que yo soy cacique principal de
Antilhue y que mi padre, mi abuelo y todos mis mayores han sido principales
también. Mi familia no ha tenido nunca ninguna falta que haya servido
para que hablaran mal de él. Todos hemos sido siempre bien mirados y a
nadie le hemos quitado nada. Ei!
«Hemos
vivido trabajando toda la vida honestamente, hombres y mujeres y ahora tengo
más de trescientas ovejas (quila pataca ofiscia) más de sesenta
vacas y chanchos. Todos mis mocetones tienen caballo ensillado y mis caciquillos
tienen hasta tres y cuatro caballos, y yo también. Tengo plata y soy bien
mirado por muchos caballeros y tengo amigos en Valdivia, en San José, en
Temuco, en Pitrufquen y muchas partes más. Yo puedo ser el mayor y yo
defenderé a los indios. Ei!»
El
discurso de Cheuquehuala fue más largo; por lo menos duró veinte
minutos y enumeró todos los méritos que tenía para ser
cacique jefe.
Los
caciques oían el discurso impasibles; uno que otro caciquillo
respondía al Ei! Que lanzaba de cuando en cuando Cheuquehuala, para
llamar la atención sobre los recordatorios y títulos.
Los que
respondían eran los mocetones de la reducción de Antilhue.
¡Es claro! Aprobaban y hacían claqué a las palabras de su
jefe. En Arauco y en Chile es igual.
Cuando
terminó Cheuquehuala, los caciques formaron corrillos y empezaron a
hablar fuerte y poco a poco la conversación o discusión se
acaloraba. Después de dos minutos la bulla era grande: nadie se
entendía, al parecer, pero según nuestro intérprete, esa
bulla quería decir que se estaban poniendo de acuerdo...
Un indio
avanzó uno pasos al centro y dijo con voz fuerte: ñemen dnum,
allquitupeyeñ (voy a hablar, atiéndanme):
El que
pedía la atención era José Cheuquefilu, cacique de
Cayumapu. Dijo:
«Que
haya un cacique mayor, para que hable por todos y nos defienda, es muy bueno.
Todas las reducciones deben obedecerle cuando él llame o mande algo; pero
ese mayor no puede mandar ni manejar los mocetones ni los animales ni los
terrenos de las demás reducciones, porque para eso tiene cada una su
cacique. Cuando él entonces hablará con el cacique que maneja esa
reducción. Todos los caciques que están aquí ayudaran al
mayor cuando necesite ir a Valdivia o a Santiago y pagarán entre todos el
viaje del mayor y del lenguaraz».
-Mai,
Mai, dijeron todos en coro.
«Bueno,
prosiguió el orador;-entonces hay que nombrar un mayor, este mayor tiene
que ser bien mirado, y rico y valiente y alentado. Los ancianos pueden hablar y
señalarlo. Ei!»
«Ayinque
pu peñi (queridos hermanos) se oyó una voz, resuelta y varonil.
Era Juan Catriel Rain, cacique principal de Trailafquén.
«Saben
que yo he sido para todos los naturales un hermano a donde han ido siempre a
buscar amparo.
Yo
he tenido mi ruca para ustedes y la comida que han necesitado la han tenido en
su casa. Plata les he dado al que ha necesitado y nunca negué a un
mapuche un favor. También le he dado buenos consejos al que me los
pedía y si se les han perdido animales mis mocetones han estado listos
para ayudarles a buscar.
«Yo
he ido a Santiago para hablar con el presidente dos veces y las dos veces me ha
ido bien y me han atendido y los reclamos que hemos hecho los han oído.
Es que yo he hablado bien con los caballeros del gobierno y es por eso que me
han atendido. Ey! He gastado mucha plata en esos viajes y todo por ustedes,
porque yo no he necesitado todavía que me defiendan: pero como tengo
plata, animales y buenas siembras no siento gastar. Ei!
«Yo
soy hijo de Rencanahuekl-rain, el cacique más valiente que ha habido
entre ñas mares (los lagos) de Trailafquen, Calafquén y
Panguipulli y soy nieto de Nahuelanca que era principal de Pitrufquén
hasta Trailafquén. Ei! Mi abuelo y mi bisabuelo Loncomilla, principal de
Purulón y Traitraico, pelearon contra los españoles en grandes
guerras hasta que los huincas fueron amigos de los indios. En mis posesiones hay
cuatro panteones. Ei!
«Soy
rico, soy valiente; a mí no me asusta Joaquín Mera yo
pelearía con él si a mí me hiciera algo; he protegido a mis
hermanos, siempre sin interés ninguno; yo debo ser el mayor. Ei!
Gran
parte de los indios lanzaron una gran voz y empezaron a demostrar su
aprobación haciendo sonar las pifilcas, que es un palo hueco como un
flautín; que se hace sonar soplando por una punta como en una llave. Ei!
Ei! Mai, Mai, Catriel cacique gritaban entusiasmados.
Un indio
viejo, alto, vigoroso aún, tuerto del derecho, de melena casi blanca,
labios contraídos y gruesos, feo en general, pero imponente, se
levantó con tranquilo continente, paseó las mirada por los
circundantes mientras recogía sus gran poncho sobre los hombros y con voz
entera y tono autoritario dijo:
Ñi
allquimn! (óiganme). El silencio fue casi simultáneo al mandato.
Mauricio
Hueitra, principal de Ancacomoe y cacique de gran prestigio y ascendiente sobre
los mapuches, empezó de esta manera:
«Mucho
han parlamentado en esta junta contando lo que les han hecho los huincas y
pidiendo que los ancianos digan lo que se ha de hacer para que alguna vez los
naturales queden tranquilos en sus posesiones.
Bueno.
Ahora yo voy a decirles lo que piensan los ancianos y esto han de hacer.
Está bien que haya un mayor que hable por todos y que sea valiente y rico
y alentado.
Siempre
ha habido entre los mapuches un mayor; pero desde mucho tiempo que no se
reconoce. ¡Mayor soy yo! Mi padre fue el mayor de siete reducciones que
pelearon con Epulef en Villarrica contra los españoles, hasta que se
acabaron las guerras, cuando los huincas nos prometieron ser nuestros amigos. Yo
soy ahora mayor de esas reducciones, anciano soy (fichan) y eso,
obedézcanme, también soy rico. Yo no puedo quedar a las
órdenes de otro más joven que yo; a mí siempre me han
respetado y mis reducciones son obedientes. Otros caciques serán
más ricos que yo, pero no son ancianos y los mapuches deben acordarse de
que sus padres y sus abuelos han obedecido siempre a los ancianos. Los
caballeros le hacen más caso a un anciano que a un joven porque los
jóvenes no tienen experiencia y hacen las cosas mal hechas. Yo, como
anciano, debo ser el mayor. Ei!
Ei! Ei!
Mai cacique Hueitra! Gritaron muchos que se aprestaban a continuar las
demostraciones; pero la presencia de Catriel, que se para de nuevo, apaga los
gritos y hace rápido silencio.
Avanza
hacia Hueitra y dícele, dirigiéndose también a los ancianos
que gesticulaban en su contra:
«Nosotros
respetamos y obedecemos a los ancianos; esa es la ley de los mapuches; pero
ahora no se trata de no obedecerles. Todos los caciques tienen siempre la misma
autoridad sobre sus mocetones, mujeres y animales. El mayor que debe elegirse es
para que trabaje y defienda a los naturales sin meterse a mandar en las
reducciones. El mayor tiene que ser joven porque habrá mucho que hacer;
tendrá que ir a Valdivia, a Santiago y a otras partes, montar a caballo a
cualquier hora para salir a defender a los indios cuando quieran echarlos de sus
terrenos o quitarles sus animales, o quemarles sus casas; un anciano no
podrá hacer esto; todos los respetamos, si; ahora lo que queremos es un
mayor valiente, rico y alentado. Yo quiero ser mayor, porque soy valiente, rico
y tengo amigos que me ayudarán a conseguir mucho en favor de los
naturales. Tengo buenos amigos en Santiago. Nada tendrán que decir los
ancianos de mí, ni de mi familia. Ellos conocieron a mi padre y a mis
abuelos, que fueron principales.
Hueitra.
-Nadie te dice que no eres valiente, rico y alentado ni que tu familia no ha
sido principal; peor eres muy joven y yo soy más viejo y no te
obedeceré porque no puedo dejar que me mandes.
Catriel.
-Yo no voy a mandarte ni a tus mocetones ni animales tampoco. Si necesito que me
ayudes, hablaré contigo a la buena para que me acompañes si
tú necesitas algo también te ayudaré.
Sigue la
discusión entre Hueitra y Catriel, por el mismo estilo y en ella toman
parte, a voces, los partidarios de ambos contendientes, pues ya se han
diseñado en el parlamento estas dos únicas candidaturas.
Juan
Cheuquehuela, el primero que lanzó su candidatura, se dio por derrotado
ante los méritos de Catriel y ahora lo apoya.
Cesáreo
Antinahuel, cacique de una reducción que no recordamos, que
también había pretendido la jefatura, fue francamente rechazado
por todos. Según nos pareció -porque nuestro intérprete no
nos dio detalles- le echaron en cara ciertos actos que había ejecutado
contra los indígenas en compañía de unos
«españoles».
También
fue rechazado, o mejor dicho, poco y mal trabajada candidatura del cacique de
Panguipulli Camilo Aillapán.
La
discusión se hizo general en corrillos grandes y pequeños; algunos
montaban a caballo y hablaban desde allí, para dominar los tumultos.
Hubo
un momento en que creímos que el parlamento había concluido a
capazos, como cualquier sesión municipal; todos se amontonaban o
circulaban por cualquier parte.
El
óvalo que habían formado al principio ya no existía y por
más que exigíamos a nuestro intérprete algunos detalles, se
excusaba con justicia, por la imposibilidad absoluta en que estaba de recoger
siquiera una opinión.
El Padre
Sigifredo dijo que era inútil esperar que se pusieran de acuerdo. Hueitra
no cedía y Catriel no llevaba inclinaciones de soltar la cuerda. Ambos
tenían numerosos partidarios que discutían a su vez tratando de
convencerse mutuamente.
El
sistema de votación, con el cual hubieran podido dilucidarse, no lo
entenderían y si lo conocieran no satisfacería a los vencidos.
Invitonos
el padre Sigifredo a comer un asado, que debía ser nuestro almuerzo, pues
era ya más de la una de la tarde y nos retiramos de la reunión
dejando a los caciques enfrascados en el pandemónium de su
discusión a gritos.
Nos
fuimos como a una cuadra de distancia, debajo de unos árboles tupidos de
ramaje, que ofrecían una sombra bienhechora; al frente, como a media
cuadra, teníamos el «trahuén» se veía solitario,
por cuanto los hombres estaban casi todos en el parlamento y las mujeres se
habían metido debajo de las ramadas, a dormir, conversar o descansar.
Desde
nuestro «comedor» sentíamos la bulla y gritos del los
parlamentarios. A veces amainaba un poco, durante algunos momentos, lo cual nos
hacía creer que había algún acuerdo; pero luego
oíamos un coro de voces que subía y subía de tono hasta
alcanzar las proporciones de coro a grito pelado. Nuestro espíritu pasaba
en esos instantes por una cantidad de impresiones distintas, y hubo momentos en
que, reconociendo nuestra deficiencia, deseamos ser, en vez de modestos
corresponsales de diario, escritores de la talla de Amiens, o Poe para describir
con precisión y con talento tanta escena, tanto detalle digno de ser
transmitido y conservado para el futuro.
En el
corazón de la selva araucana se renovaban, después de años
o de siglos esas escenas borrascosas provocadas por la rudimentaria
concepción del derecho de supremacía. Con esas escenas los
araucanos ponían en evidencia el espíritu de absoluta
independencia que ha dominado en todo tiempo a los habitantes de la selva. En
esos momentos veíamos el carácter indomable de los araucanos de
Ercilla!
¡Y
en el calor de la discusión, se olvidaban tal vez de que la patria
araucana ya no existe! Y de que el jefe que eligieran no empuñaría
el hacha de combate para llevarlos a estrellar sus pechos valeros contra las
bruñidas armas del huinca!
Se
olvidaban tal vez de que ellos, dueños y señores de la selva que
un día hicieron temblar al león de España, han sido
perseguidos, robados y asesinados, no en campales batallas, sino mientras un
Gobierno les cubre los ojos y les ata las manos con un mentido protectorado!
Nosotros
habíamos dejado a José Antonio Curipán, nuestro
intérprete, en el «hupiñ» (local del parlamento), a fin
de que nos avisase cualquier ocurrencia; de modo que esperábamos su aviso
para volver en el momento que hubiera alguna novedad.
Después
que hubimos almorzado, estuvimos todavía una media hora de sobremesa.
Mejor diríamos que la «sobrebauca» que tal fue nuestro comedor.
Fuimos en seguida a visitar el «trahuén» pero no nos fue dado
penetrar al circo; un sargento nos dijo que los españoles no
podían hacerlo. Anduvimos, sin embargo, alrededor y pudimos mirarlo todo,
que no era mucho.
El padre
Sigifredo se excusó de acompañarnos; después nos dijo que
él tenía prohibido a los indios que hicieran fiestas en el
«trahuén» con sacrificios de animales, por cuanto era
ésta una costumbre bárbara e idólatra y que, por lo tanto,
se recataba de presentarse alrededor del «trahuén» para que los
indios recordaran que era malo y que a Dios no le gustaban esos sacrificios.
Vimos un
grupo de jóvenes indias ricamente ataviadas, que estaban sentadas debajo
de una ramada, conversando y celebrando sus palabras con risas frescas y
prolongadas.
Una
instantánea de ese grupo habría tenido mucho valor.
Cuando
nos vieron, callaron todas; nos miraban, cuchicheaban entre ellas y se
reían debajo de sus iquilla (capas). Les hablamos dos o tres palabras y
no dieron muestras de habernos entendido. Hicimos plancha.
Un tanto
cohibidos nos detuvimos a mirarlas; había tipos verdaderamente
interesantes. Una hija del cacique Calfinahuel tiene los ojos verdes y el pelo
castaño, en vez de negro como la generalidad. Sus hermanas tienen el
mismo tipo. Una hija del cacique Camilo Aillapan de Panguipulli es un hermoso
tipo de morena: facciones finas, cutis sonrosado, cara ovalada, ojos
negrísimos y grandes y pelo azabache. Se llama Amalia. Respecto a esta
familia Aillapañ hay una hermosa historia pasional que alguna vez he de
escribir.
Nos
retiramos del la ramada algo corridos, porque las indias no cesaban en su
cuchicheo y risas frescachonas. ¡Quizás les parecíamos unos
tipos!
Debajo de
las demás ramadas había más grupos que nos miraban con
curiosidad. Algunas mujeres dormían, con sus hijos completamente desnudos
entre los brazos; por todas partes, y sobre pellejos sucios, en desorden, se ven
mujeres que conversan, dormitan o dan de mamar a sus pequeñuelos; a su
lado están las ollas y platos y cucharas recién usados, asadores
de palo, fuentes de greda de forma característica y demás
utensilios de cocina. Sobre estacas hay trapos ennegrecidos por el uso, alforjas
de tela o cuero llenas de «mantención»; colgadas de los
horcones se ven palanganas, carnes muertas, cueros frescos; y amarrados al pie,
corderos vivos y gallinas y patos que fatigados por el calor sofocante se
guarecen debajo de las ramadas, acesando, echados en medio de las mujeres y
chiquillos que duermen.
Más
allá sobre un saco de víveres y tiestos de uso doméstico,
un montón de ropas, chiripas, ponchos, chamales, paños, etc., todo
revuelto en el más completo desorden, sin la menor noción de la
higiene en un hacinamiento puerco de personas, animales y objetos de limpias y
sucias destinaciones.
Recorrimos
esas ramadas casi a la carrera; ni el aspecto ni el olor convidaba a
observarlas.
El
«trahuén» así visto, debiera desaparecer.
Caminábamos
hacia donde el Padre Sigifredo que había aprovechado nuestra ausencia
para rezar su breviario, cuando oímos una algazara en dirección
del «huepín»; trutrucas, pifilcas y cornetas, empezaron un
concierto con toques de marchas ligeras o dianas. Los gritos agudos, algunos las
voces, llenaban el espacio y repetían vigorosamente en las
montañas y valles vecinos.
Las
banderas se agitan; los gritos y vivas son cada vez más fuertes,
más sonoros; el entusiasmo ya en delirio. ¡Viva Catriel Cacique!
resuena en todas partes, ocho o diez indios han formado una rueda a caballo y
como si el mundo no existiera para ellos, con la continuación y el
recogimiento que pudiera dar
solamente
el cumplimiento de una obligación ineludible, forman un coro para lanzar
gritos estridentes que ponen en conmoción al sistema nervioso. Ei! Ei!
Huiiii!! gritan al unísono, lanzando la voz al agudo con toda la fuerza
de sus pulmones.
La
diversidad de tono en que lanzan esa voz forma tan descomunal concierto, que los
caballos se alborotan y relinchan asustados.
Nosotros
nos trasladamos inmediatamente al boldo; cuando llegamos, Cariel y Hueitra, con
el sombrero quitado, estaban tomados de la mano, rodeados de todos los caciques,
que se habían estrechado formando un grupo compacto.
Hueitra
hablaba y decía: «No se te olvide que yo he querido que seas mayor
aunque eres joven».
«Acuérdate
que son muchas las obligaciones que tú mismo te has buscado y todas esas
obligaciones tienes que cumplirlas, si quieres que tus hermanos te respeten y
que los ancianos te den la mano. Trabaja por que los naturales vivan tranquilos,
por que no les quiten sus tierras ni sus animales y por que les devuelvan las
tierras que les han quitado. No te pongas orgulloso por que eres mayor;
acuérdate que tú también eres mapuche y que si mandas es
porque los ancianos lo han querido».
«Defiende
a tus hermanos; eres valiente, eres rico, tienes amigos en el Gobierno y
allí puedes conseguir algo para nosotros. No te olvides que el mejor
amigo que tenemos entre los españoles es el «padrecito». El da
buenos consejos, porque conoce a los españoles; él nos defiende a
todos nosotros y él no quita terrenos ni animales. Fuera de él no
te confíes en ningún huinca. Si te portas bien, todos los ancianos
te ayudaremos en todo lo que pidas y acuérdate que Hueitra fue el que
quizo que seas mayor. Ei!»
Ei!
Gritaron los caciques.
Catriel
dijo: -«Ei! los ancianos han querido que yo sea mayor y por eso soy; no
olvidaré que mi obligación es defender a mis hermanos y por eso he
querido ser mayor. Hueitra habría podido porque es valiente, rico y
anciano, pero ahora se necesita un joven. Los ancianos me darán consejos.
Ei!»
Catriel
llamó a su sargento y lo mandó a buscar el toro amarillo que el
nuevo toqui o mayor como dicen ahora -debe sacrificar a nechen
(dios)yentretantopidió silencio. La bolina infernal que los indios
habían continuado, a cada momento con nuevos bríos, paró en
pocos segundos.
Los
caciques volvieron a formar el óvalo con que empezaron el Parlamento y
Catriel, colocándose al
lado
de Curipán Treulén, presidente de la reunión, dijo, alzando
la voz para ser oído por todos:
Ayinque
pu peñi: (queridos hermanos): Ya sabéis que los caciques todos,
ancianos y jóvenes me han señalado y reconocido como mayor
después de haber parlamenteado largo rato.
«Vosotros
sabéis también que siempre he sido amigo y defensor de todos los
mapuches; ahora mejor los defenderé, puesto que es mi obligación.
Tan pronto como tenga tiempo, mandaré al Gobierno un escrito
diciéndole lo que han hecho con nosotros los huincas y el Gobierno
deberá oírnos. Después veremos lo que habrá que
hacer, yo tengo amigos y ellos y el padrecito me dirán cómo lo
haré. Si hay necesidad iré a Santiago y hablaré con el
Presidente. Cuando he ido otras veces me ha ido bien Ei!
«Yo
les pido a todos los mapuches que sean obedientes; que respeten a su cacique y a
los caciques les pido que cuando yo necesite algo y lo pida me atiendan luego y
que sigan los consejos que yo les daré. Así podremos conseguir
algo, cuando vean que estamos unidos. Ei!.
«Cada
vez que un indio sea atropellado por un español le avisará a su
cacique; entonces el cacique verá si puede hacerse respetar. Si no puede,
entonces me avisaran a mí y yo saldré con gente que pediré
a los caciques, e iré a defender al indio.
«Cuando
un indio se porte mal su cacique lo castigará. Ningún mapuche
venda ni arriende su terreno a los españoles, porque eso sirve para que
el huinca viva cerca de nosotros y empiece a robarnos. Ningún indio debe
hacer negocios con españoles, sin consultar a su cacique, al padrecito o
a mí. Ei! Ei! Viva cacique Catriel!
Los
gritos se renuevan con el mismo furor que al principio. Los cacique se dirigen a
sus caballos para ponerse al frente de su reducción y organizar el
desfile, que es el primer acto de reconocimiento público y oficial,
diremos, del nuevo jefe.
El
Parlamento ha terminado.