Audiencia
de Horrores
Al
día siguiente, temprano, nos instalamos en el salón del Padre
Sigifredo, dispuesto a oír a todos los indios que se presentaran, y como
teníamos antecedentes para creer que vendrían muchos, convinimos
con el señor Erlandsen en que, para abreviar, los dividiríamos en
dos grupos, y cada uno de nosotros oiríamos a una parte y después
canjearíamos nuestros apuntes. El señor Oluf Erlandsen ha enviado
esos datos a las revistas extranjeras de que es corresponsal.
¡Bueno
nos pondrán los ingleses, franceses, españoles y alemanes, cuando
lean que esas lindezas suceden en los campos que el Gobierno de Chile ofrece
para la colonización!
Como
no es posible anotar todos los casos que se nos presentaron, vamos a referirnos
solamente a unos cuantos, procurando presentar los casos típicos de las
distintas formas en que se les explota, a saber: engañándolos,
robándoles, sus terrenos y animales, flagelándolos y
asesinándolos.
I.
Cómo se les engaña
Naguilef
Loncon. -Yo vivo en Llongahue, de donde soy cacique. Hace tiempo que le di
permiso, por caridad a Abel Peña para que hiciera una casa en un pedazo
de terreno cercano mi ruca, y ahora quiere quitarme todos mis terrenos. Este
Abel Peña había perdido un pleito contra el caballero Gerardo
Guarda, y vinieron los gendarmes y le quitaron todo lo que tenía,
dejándolo a él y su familia en el camino público, sin tener
donde dormir. En esa situación, Peña fue a pedirme que le
permitiera hacer un rancho para guarecerse mientras encontraba posesión.
Yo, al verlo pobre, le dije que hiciera el rancho en un corral que está
como a una cuadra de mi casa. De lástima le ayudé hasta con madera
para que concluyera luego su rancho. Peña empezó a trabajar el
terreno y a hacer barbechos y roces: yo ayudaba con bueyes y herramientas porque
veía que él quería trabajar para mantener a su familia. Al
año, Abel Peña era otro hombre, y ya tenía una yunta de
bueyes, una vaca y varios corderos y gallinas. Bueno. Yo no quería
pedirle la posesión, porque el hombre estaba tan agradecido conmigo, que
cada vez que me veía, me decía que nunca dejaría de ser mi
buen amigo, y que él me pagaría todo lo que había hecho por
él. A un mocetón mío que estaba por casarse, y que me
había cedido un pedazo que ocupaba Peña, le di otro terreno,
porque no quise molestar a mi buen amigo huinca. Bueno.
Una
vez, después de dos años, al ver que año por año
tenía más y trabajaba más terreno, le dije que me entregara
las tierras porque yo también necesitaba para los animales más
extensión alrededor de mi ruca, y que no siguiera barbechando ni rozando,
porque mis mocetones reclamaban; pues ellos también querían que
les dejaran los terrenos suficientes. Abel Peña me dijo que cómo
iba a dejar el terreno cuando tenía allí tantas mejoras, y que le
iba a hacer muchos perjuicios y que le tuviera lástima, y que no
tenía dónde irse con su mujer y sus hijas. Él
estaría dispuesto a pagar arriendo si yo quería cederle ese pedazo
de terreno. Me dijo tantas cosas, que yo accedí en arrendarle el terreno
en cien pesos al año. Lo que Peña tenía trabajando eran
veinte cuadras.
Al
día siguiente de este convenio, Peña me dijo que iba donde el juez
de distrito, Rafael Mera, su pariente. Cuando volvió a los dos
días me dijo que fuéramos a Valdivia a firmar una escritura por el
arriendo de en que habíamos convenido. Yo fui con mi lenguaraz, porque yo
no sé hablar español. Con Peña nos habíamos
arreglado, porque él sabe algo en mapuche, y lo que no entendía se
lo decía mi lenguaraz. Allá en Valdivia fuimos a la
Notaría, y el lenguaraz firmó por mí un papel, que
según me dijeron era un contrato.
Bueno
al año le cobré a Peña el arriendo; entonces él se
rió y me dijo que no me debía nada. El vecino Peña
había cambiado mucho. Una vez le tiró un balazo a un buey
mío porque se le había metido en su potrero. El buey quedó
manco. Otra vez le rompió la cabeza a un indio de mi reducción,
porque fue a golpearle la puerta de su casa para darle un recado que mandaba yo.
Y muchas cosas más. Cuando me dijo que no me debía nada,
tomé la escritura que me habían dado en Valdivia y me vine donde
el padre Sigifredo y le conté todo. El padrecito vio la escritura que
allí decía que yo Naguilef Loncon, cacique de Llongahue, y mis
mocetones nos reconocíamos como inquilinos de Abel Peña,
propietario del fundo Calafquen, a donde pertenece mi reducción...
Agregaba la escritura que todas las mejoras en siembras, casas y animales las
dejaríamos a beneficio del fundo cuando nos fuéramos de
allí».
Abel
Peña edificó una casa de zinc bien bonita, en lugar del ranchito
que antes tenía. Ahora no me mira, ni me saluda siquiera. A mis mocetones
los amenaza y una vez azotó a uno. Hace como dos meses me dijo que me
saliera de mi posesión y que me fuera a otra parte, porque necesitaba ese
terreno. Yo le respondí que él tenía que irse o pagarme el
arriendoconvenido.
Se
rió y me dijo que si se iba, llamaría a los gendarmes para que me
echaran. Yo quisiera saber si el gobierno podrá permitir que me echen,
cuando hace tiempo que vivo allí. Me han dicho que quiere quemarme la
casa, y yo tengo un mocetón para que cuide de noche, para estar
tranquilo; yo tengo muchos chiquillos...
-Y
no pueden ustedes echar a peña de donde está? Le preguntamos
violentamente al lenguaraz.
-¿No
se atreven hacerse respetar?¿Son cobardes ustedes? ¿tienen miedo?
-Ah no
señor, no tenemos miedo a Peña ni a nadie. Denos usted una orden y
vamos al tiro a sacarlo allí y lo dejamos en el mismo camino
público de donde lo recogió el cacique.
Cuando el
cacique se enteró de nuestras palabras y de la respuesta del lenguaraz,
sus ojos se inundaron con una suprema esperanza ¡Creía el pobre que
nosotros podíamos darle esa orden y librarlo de la creciente
rapiña de un usurpador audaz y desvergonzado!
-Tengan
confianza, le dijimos. Puede ser que pronto se les haga justicia.
¿Qué
más le íbamos a decir?
Francisco
Huichalaf. -Soy cacique de Purulón y tuve un pleito con un vecino por una
cuestión de venta de animales. Entonces yo no sabía hablar en
español y mi lenguaraz se enfermó mucho. El vecino no se pudo
arreglar conmigo porque ninguno de los dos entendíamos hasta que buscamos
un lenguaraz y se nos ofreció Francisco Becerra, que era trabajador al
día y que sabía hablar mapuche. Lo aceptamos, y con su
intervención pudimos arreglar con el vecino en condiciones que a
mí me parecían bien. Bueno, Becerra me dijo que había que
ir a Valdivia a firmar la escritura ante el notario; yo fui con Becerra y
él firmó por mí una escritura, diciéndome que era el
arreglo con el vecino y nos volvimos.
A
las pocas semanas después, Bernardo Cortés, yerno de Becerra,
entró a mi fundo Catrico e hizo un cerco llevándome un buen pedazo
de barbecho y de buena montaña. Yo reclamé y le dije que
porqué me quitaba terreno; entonces él me dijo: ¿No te
acuerdas que me vendiste este pedazo?
-¿Cuándo
te lo he vendido? Le repuse.
-Cuando
fuiste a Valdivia con mi suegro pues, me contestó riéndose.
Entonces yo fui donde el caballero Luis González, promotor Fiscal de
Valdivia y él me dijo que en la escritura había una notaría
firmada por Becerra a ruego mío, y en la cual yo vendía a Cortez
un gran pedazo de tierra en doscientos pesos que daba por recibido. Le puse
pleito, pero hasta ahora no he podido sacarlo de allí en donde ha puesto
a un inquilino y se ha hecho fuerte.
-¿Qué
haré señor para que me entregue mi terreno?
*
Un último caso pues hay que dejar espacio para los demás.
Antonio
Caniuñamco. -Hijo de la india Queupu, viuda del cacique de Pucura,
reclama los terrenos de sus padres que están hoy en otro
poder
de la siguiente manera: hace pocos años la india Queupu vivía en
la reducción de su difunto marido con su familia, grande y pequeña
respetada en su viudez y defendida por los indios de Pucura que la
reconocían como «mayora».
Uno
de los vecinos colindantes, cuyo nombre se nos ha extraviado en nuestros
apuntes, había hecho muchas tentativas para obtener una buena parte de
los terrenos de la cacica pero no había conseguido nada ni con ofertas de
dinero, ni con amenazas, ni con violencia de hechos porque los indios se
hacían respetar en todo entendido.
La
cacica, vieja como era e ignorante además, como debe suponerse, tuvo una
necesidad de un poco de añil para teñir unas lanas de tejido. Un
poco de añil significa para los indios un viaje bastante largo a la
ciudad más cercana, que es San José, si no recordamos mal; y como
las relaciones con su vecino español estaban buenas, inmejorables, la
india mandó a una mocetón a ver si podía proporcionarle un
poco de añil. El obsecuente vecino tomó todo el añil que
tenía por casualidad en su casa, una libra más o menos, y
acompañado del indio se encaminó hacia Pucura a casa de la india
Queupu. La cacica, que vio satisfecho su deseo, que era un capricho de su
segunda infancia, no halló qué hacer de agradecida con su generoso
amigo y le dijo que pidiera cualquier favor. El español no se
quedó corto y le dijo que en pago del añil le diera el terreno que
alcanzara a ver desde donde estaba parado. La cacica asintió y el vecino
se retiró con sus dos sirvientes que había traído.
A
las pocas semanas el vecino tomaba posesión de extensísimos
terrenos en Pucura, después de haber rendido, creemos que ante jueces del
distrito, informaciones que acreditaban que la cacica Queupu le había
vendido sus terrenos por una libra de añil... Sin otro título que
ese el «español» ocupa hoy ese extenso fundo, pues ha lanzado,
después de la muerte
de
Queupu a todos los indios de esa reducción.
Antonio
Caniuñamco, heredero de Queupu, anda herrante de reducción en
reducción y no es raro que ya haya emigrado a la Argentina en busca de
otra «bandera», como nos dijo, ya que en Chile no hay justicia.
II.
Cómo se les roba
Este
tema es muy lato. Nosotros llamaríamos ladrones a todos los
«españoles» que se han establecido en aquellos campos de
Panguipulli, Purulón,Trailafquén y Villarrica, haciendo una
excepción de uno por mil. Al leer esto, muchas personas nos
tacharán de, ridículamente exagerados. Para responder a ese
calificativo que nos desconceptúa ante el público,
propondríamos que se nos señalara un par de propietarios de esa
región que no haya robado a los indios animales o terrenos. Estamos
seguros que si se planteara seriamente esta cuestión, todos los
«españoles» habitantes de esa zona se excusarían de dar
a conocer sus títulos de propiedad de los terrenos que ocupan y no
quedaría uno sólo que pudiera decir que no tiene o ha tenido
cuestiones con los indios, por pérdida de animales.
Pero,
conociendo las leyes de nuestro país y sobre todo recordando lo que se ha
dicho del Código de Procedimiento Penal, no podemos aventurarnos a eso,
sin temor de que se nos llame calumniadores. Por lo demás el presente
folleto indicará al público si la persona que lo ha escrito
estará convencida de lo que dice.
El robo a
los indios es una profesión como cualquiera otra, con el aditamento de
que es productiva y sin peligros.
La
Antonia Vera, hija de la india Nieves Aiñamco, mandada a matar por el
usurpador más desvergonzado de Panguipulli, Joaquín Mera, nos
refirió el siguiente caso, certificado con la declaración de
algunos indios que pudieron presenciarlo o por lo menos saberlo.
Tenía
la Antonia, en los corrales junto a su ruca, en el fundo Pinco, de su propiedad,
los bueyes y animales que le servían para su trabajo agrícola.
Un
día, en la tarde, y cuando ya todos los animales estaban encerrados, la
Antonia sintió ruido alrededor de su casa y salió a ver lo que
pasaba. Cerca de unas trancas divisó a un grupo de animales y dos jinetes
que los iban arreando. Corrió y reconoció a ocho de sus mejores
bueyes de trabajo. Uno de los jinetes era el indio Calfinao, sirviente de
Joaquín Mera.
–¿Dónde
vas con bueyes que son míos? le dijo la Antonia.
–Mira,
Antonia, le respondió el sirviente ladrón: mi patrón
Joaquín me dijo que te viniera a sacar los mejores ocho bueyes que
tuvieras. Yo lo siento mucho, Antonia; pero ya conoces a mi patrón, que
si yo no hago lo me manda, me azota.
Y sin
otra explicación siguió arreando los bueyes, que al día
siguiente ostentaban la marca de Joaquín Mera, quien «los
había comprado a la india Antonia Vera».
Otro
caso del mismo Mera.
El
fundo Pinco ha sido uno de los grandes objetivos de este flamante propietario, y
para la consecución de su propósito, no se ha parado ni ante el
asesinato; de manera que el robo, la violencia y el despojo han sido actos
corrientes ejecutados o mandados a ejecutar por él.
En
Diciembre de 1906, es decir, el año pasado, Mera terminó de hacer
un cerco, dentro del fundo Pinco, con el cual le quitaba a la Antonia Vera una
gran extensión de sus tierras. Hecho el cerco, Mera mandó a decir
a la Antonia que buscara donde irse porque ese fundo ya no era de ella. En la
noche del recado le robaron a la india una vaca y un chancho. La india
tomó el partido de ir a Valdivia a reclamar ante el Protector de
Indígenas y fue en busca de su única cabalgadura que era una yegua
recién parida. La cría había desaparecido.
Cuando la
india volvió de su diligencia, la yegua se encargó de buscar a su
cría y al día siguiente la yegua y el potrillo pastaban juntos.
Los
indios y la Antonia hicieron del potrillo un objeto de curiosidad por aquello de
que la yegua hubiera buscado y encontrado a su cría y con tanto mirar y
remirar el potrillo descubrieron en la paleta del lado de montar... la marca a
fuego de Joaquín Mera. Había hecho marcar a un potrillo a los
quince días de nacido, por robárselo o al menos por
disputárselo a la pobre india!
El
que esto escribe vio al potrillo así marcado, oyó el ingenuo
relato de la Antonia, el testimonio de estos hechos por muchos indios y la final
confirmación por el padre Sigifredo.
*
Un
tercer caso, para terminar.
Algunos
individuos se dedican a recorrer los campos de los indígenas para
comprarles lanas, cueros, crin, etc.
Generalmente
esos individuos son agentes de la Compañía Ganadera General San
Martín, o de otros comerciantes o dueños de fundos de los
alrededores. Estos agentes necesitan condiciones especiales para desarrollar su
cometido, por ejemplo, conocer los caminos, saber hablar mapuche, tener
conocimiento de calidad y precio de las mercaderías que van a comprar, y
sobre todo, estar interesados fuertemente en el negocio, pues las molestias que
el agente se impone son muy grandes, como por ejemplo, dormir a la intemperie,
comer mal, soportar lluvias frecuentes.
Es
sabido que los indios aprecian extraordinariamente sus animales, al extremo que
prefieren que el animal quede mejor instalado y sea mejor tratado que su misma
persona. No es raro, entonces, que cuando tienen un par de yuntas de bueyes para
el trabajo, unas dos vacas y tres o cuatro caballos, los cuiden con más
cariño que a sus hijos.
Pues
bien, si a un indio se le propone compra de un animal de su propiedad lo primero
que contestará es que no vende, y cualquier persona que sepa o por lo
menos se figure lo que significa una yunta de bueyes en medio de la
montaña, le encontrará razón al indio. Los agentes reciben,
generalmente, la misma respuesta; pero ellos ya conocen el terreno que pisan,
van preparados y llevan en sus árguenas botellas y
latas
de alcohol, con el cual emborrachan al indio o indios de una ruca. Una vez
borrachos, ya es más fácil que sean asequibles y que vendan una
yunta de bueyes en treinta pesos, un caballo en cinco o un carnero en cincuenta
centavos, más una botella de aguardiente de granos que generosamente da
el comprador.
Una
vez que reciben la plata, el agente y sus sirvientes arrean sus animales y
siguen su camino, felices.
Elías
Jaramillo, era y ha de ser actualmente, agente de la Compañía San
Martín y hartos animales compró para la Compañía de
la manera que dejamos apuntada; pero una vez tuvo un disgusto con el gerente don
Fernando Camino o con algún empleado superior y dejó el empleo.
En sus
correrías, Jaramillo habíase hecho muy amigo del indio Juan
Catalán, mocetón de la reduccción de Nitrai. Al encontrarse
sin empleo fue a casa de su amigo y le pidió alojamiento. Catalán
lo convidó a entrar a su ruca, contra la costumbre mapuche, y le hizo
cama en un rincón.
Jaramillo
vivió cerca de un mes en la ruca del indio y aún le ayudó a
trabajar para ganarse la comida; pero una vez se disgustaron estando bebido y se
pelearon a bofetadas. El indio lo echó de la casa, pero Jaramillo no
quiso salir y al día siguiente hizo una división «adentro de
la ruca» con estacas y empalizadas y abrió una puerta para su uso
exclusivo. A esta puerta le puso un candado. De esta suerte la ruca de
Catalán quedó dividida en dos partes independientes.
No para
en esto la cosa. A las pocas semanas, Jaramillo entraba en arreglos con la
Compañía e ingresaba de nuevo a su servicio, de comprador de
animales, con el agregado de que ahora era inquilino de la
Compañía Ganadera San Martín, en los terrenos que esta
«había comprado en Nitrai»...
Y
como el indio Catalán se resiste a abandonar la casa que le dejaron sus
mayores la Compañía le ha puesto o le pondrá pleito y lo
arrojarán con la fuerza pública. Este hecho es reciente.
*
A
pesar de que dijimos que lo anterior sería el último caso de robo
que citaríamos, no podemos resistir al deseo de anotar el siguiente que
se nos ha venido a la vista hojeando nuestros apuntes.
En la
costa noroeste del lago Panguipulli hay un fundo denominado Neltume, que
pertenece al caciquillo Valentín Callicul, heredero del cacique de esa
reducción Cullín Ancalipe, ausente desde mucho tiempo.
Desde que
la Compañía Ganadera San Martín llevó al lago
Panguipulli el vapor «O’Higgins» hase convertido esta
embarcación en pirata, destruyendo todas las canoas de los indios y
ejerciendo actos de dominio en toda la costa; uno de estos actos de dominio se
ejerció en Neltume, al norte del río Jui, que desemboca en el
lago. La Compañía llevó allí materiales de labranza,
madera para casas, inquilinos y animales y estableció trabajos a media
cuadra de la ruca del indio Callicul.
Con los
trabajos de la Compañía los corrales del indigena tenían
que destruirse, porque los inquilinos se abrían paso por donde estaba
más derecho. Callicul recurrió al Padre Sigifredo y éste
escribió una carta al señor Juan B. Sallaberry, subgerente de la
San Martín, reclamando del atropello que se cometía contra el
indio. Aunque el señor Sallaberry no contestó en el tiempo que
entre personas se estila, contestó al fin y tuvo la hidalguía de
reconocer que «los mayordomos habían tomado posesión indebida
de los terrenos de Valentín Cullicul, pues la compañía no
tenía terrenos al norte del río Jui»; prometía el
señor Sallaberry paralizar los trabajos, retirar la gente, indemnizar al
indio o en su defecto, comprarle el terreno (se sabe que los indios no pueden
vender). Pues bien; cualquiera podría figurarse que dada la buena
voluntad del señor Sallaberry, subgerente o cosa parecida de la San
Martín, el indio Cullupil quedó tranquilo en sus posesiones. Pues
no: todavía pueden verse las casas de los inquilinos y los trabajos
agrícolas efectuados por la Compañía en el terreno de
Neltume sin que se piensen ni retirar los inquilinos, ni paralizar los trabajos
ni indemnizar al indio ni nada!
Muchas
veces, por carta y verbalmente ha reclamado el Padre Sigifredo a la
Compañía el cumplimiento de de lo prometido por el señor
Sallaberry: nada se ha hecho. De esta compañía son accionistas
personajes de caracterización, como por ejemplo, conspicuos miembros del
Congreso.
III
Cómo se les flagela
Es
«propietario» en los alrededores del fundo y reducción de
Quilche el señor don Alfonso Stegmaier, caballero que ha hecho compras a
los indios en extensiones que no bajarán de cincuenta o setenta mil
hectáreas. Los indígenas de Quilche, con su cacique Lorenzo
Carileu, son los genuinos propietarios desde remotos tiempos del fundo de ese
nombre y forman la colectividad legal que se llama reducción.
Entre
Stegmaier, unos señores Mans y otro tal Jaramillo hicieron un convenio
para despojar a algunos de los indios de Quilche de buena parte de los terrenos
y llegaron hasta el asesinato.
Uno
de estos indios de Quilche, llamado Antelef Compayante que vivía cercano
a la casa de Stegmaier, recibió un día un recado de este
señor, por el cual se le invitaba a pasar a su casa. Antelef no sabe
hablar en castellano, pero como el sirviente que le daba el recado era medio
indígena, no tuvo inconveniente en acudir a la invitación.
Stegmaier lo
recibió en el corredor y le dijo por el intérprete que le dejara
los terrenos que ocupaba en Quilche, porque él los había comprado
y que a fin de que no quedara descontento le iba a dar plata y algunos animales.
El indio contestó que no vendería ningún pedazo de su
terreno y que no quería plata pues estaba muy bien en sus poseciones.
Stegmaier insistió y terminó diciéndole que si no
accedía quedaba preso y que lo llevaría a la cárcel de
Valdivia. Y efectivamente, el pobre indio fue amarrado y
encerrado en un
rancho, donde en esa condición pasó sus días casi sin
comer, hasta que fue llevado a Valdivia. Dice Compayante que en esa ciudad lo
tuvieron, siempre amarrado de las manos por detrás, en una casa y que lo
único que le pedían era que vendiera el terreno y que nada
más le pasaría.
El
indio reclamaba débilmente –en su ignorancia– del trato que
le daban y por fin lo volvieron a Quilche.
Cuando
llegó a su tierra la encontró arrasada; su ruca, sus cercos y
víveres, animales, etc. habían desaparecido y el terreno estaba
una parte barbechado y la otra parte en trabajo.
Desesperado
Compayante empezó a indagar el paradero de su mujer, hijos y animales y
pronto supo por los mismos inquilinos de Stegmaier que habían sido
llevados hacia una quebrada inhabitable en que apenas los cabros pueden tener
acceso. Allí y como Dios le había dado a entender, la india, mujer
de Compayante, había armado la ruca para guarecerse con sus hijos.
A causa
de no tener dónde pastar, los animales del indio han muerto de hambre o
despeñados en la quebrada.
Stegmaier
ha alegado que el lanzamiento que efectuó en la persona y bienes de
Compayante, se debe a que el lanzador pagó una hipoteca de 250 pesos que
Compayante y otros indios de Quilche habían adquirido con unos
señores Mans. Por cierto que Stegmaier continúa con los terrenos y
Compayante y su familia han tenido que emigrar.
En la
misma condición que el indio Compayante, se encuentran los naturales
Severino y Carmen Caifanti, que han sido arrojados de sus terrenos colindantes
con Stegmaier.
No quiero
extenderme relatando otros hechos criminosos cometidos por Stegmaier, porque
debo dejar espacio para referirme a otros personajes como el señor don
Francisco Sproel, propietario de grandes extensiones en Quilquil, Puleufu, etc.
etc.
Este
señor Sproel, que en cuanto a usurpaciones no tiene mucho que envidiar a
Joaquín Mera, es uno de los más tenaces perseguidores de los
indios, a quienes, según parece, tiene un odio atávico. Todo lo
que sea indígena o chileno –según se nos informa– es
para él una mala recomendación.
Vecino a
sus posesiones de Puleufu vivía el indio Antonio Millahuala en un terreno
que hasta entonces había escapado a las intentonas de Sproel, quien
había hecho lo indecible porque el indígena le vendiera o le
cediera sus derechos.
A pesar
de que la violencia ya la había ejercitado otras veces para quitarle
terrenos a los indios, se le hacía trabajoso al hombre cometer un crimen
tan a sangre fría. La casualidad vino en ayuda de Sproel.
Una noche
entraron ladrones a sus corrales y le robaron una ternera de año. La
bolina al día siguiente fue grande. No había rastro alguno del
ladrón y Sproel y sus inquilinos se perdían en conjeturas.
Buscaron, indagaron, pero sin resultado alguno.
Pasados
algunos días se le ocurrió a Sproel que con lo del robo
podía sacar algún partido. Acompañado de dos o tres
sirvientes se dirigió a la posesión de su vecino Millahuala y sin
más trámite lo amarró sobre su caballo y lo llevó a
su casa. Lo encerró en seguida en la bodega y por mano de dos peones le
hizo aplicar una tunda de azotes que le abrieron las carnes. El indio lloraba y
gritaba preguntando por qué se le castigaba. Sproel decía que por
ladrón, pues sabía que él se había robado la
ternera. El indio protestaba en balde y a fin de que no se oyeran sus gritos se
le mandó poner mordaza.
Sproel se
había empeñado en que Millahuala le prometiera irse de la vecindad
y como el indio no quisiera acceder, le hizo colgar del cuello con un nudo firme
para que no se ahorcara, mientras un sirviente lo tiraba de las piernas. En
seguida lo bajaron, lo volvieron a colgar de los brazos y le dieron otra
azotaína con lo cual el indio se desmayó.
Ante este
espectáculo Sproel ordenó que desataran al infeliz y lo tendieran
sobre unas pajas, donde lo dejaron pasar la noche. Al amanecer, el indio
recuperó los sentidos y al verse solo y desatado huyó de la casa
saltando cercos y murallas.
Al
día siguiente Sproel lo hizo buscar por todas partes incluso en su
posesión, pero ni el indio ni su familia estaban allí.
Pasó
una semana y todas las informaciones decían que Millahuala había
emigrado a la Argentina. Sproel aprovechó la ausencia para quemar la ruca
y cercos del fugitivo y encerrar sus terrenos, que habían sido su deseo
vehemente durante tanto tiempo.
Como al
mes después de estos hechos apareció la ternera robada a Sproel en
poder de Juan Huentelaf, conocido ladrón de animales, el cual
confesó su delito sin mayor esfuerzo, ante el Juez de distrito. Sproel
tuvo tal vez un poco de remordimiento, pero luego lo tranquilizó la idea
de que Millahuala, su víctima, estaba muy lejos y no volvería.
No
fue así, sin embargo. Los indios se encargaron de avisar a Millahuala y
lo impusiron de todo. Pronto regresó a su patria el fugitivo y
demandó a Sproel ante el Juez del distrito de Purulón. Durante el
juicio, envolvieron al indio de modo que le prometieron indemnizarlo por el
despojo de sus tierras y por los sin hogar anda errante de reducción en
reducción, esperando la indemnización que le ha prometido el
magnífico y flamante propietario, señor don Francisco
Sproel.
*
El
cacique Manuel Calfuala, de Rancahue, subdelegación de Pitrufquén,
dice que la comisión radicadora de indígenas que
señaló los terrenos fiscales en la concesión Latorre y
Cia., que ahora tiene la Compañía Queule, ha procedido con
evidente favoritismo para la citada Compañía en directo perjuicio
para los indígenas de su reducción, que en número de 37 han
sido arrojados de sus posesiones inmemoriales.
Los
empleados de la Compañía han hecho grandes volteadas de
árboles dentro de los terrenos de los indios y a estos los han correteado
a balazos y a tres o cuatro los han azotado, amarrados a árboles a fin de
atemorizarlos para que huyan y no vuelvan.
El 24 de
Noviembre del año pasado (1906), los empleados de la Queule,
«acompañados de gendarmes de la misma Compañía»
quemaron la ruca del mocetón Felipe Nitrahuala y azotaron a la mujer
porque no salía tan luego. Igual suerte corrieron las rucas de Pedro
Huentelaf y de Manuel Ancahuala.
Item
más: la línea férrea pasa al medio de los terrenos que la
radicación señaló a los indios de Rancahue y como la Queule
pidió y obtuvo que se le hiciera un paradero de ferrocarril frente a las
casas de su fundo, la Empresa le ha quitado a los indios cerca de ocho cuadras
de terrenos magníficos para siembra que ellos tenían barbechado.
El
paradero de la Paz, en la línea de Gorbea a Antilhue, ha venido a dejar
sin recursos a un medio ciento de indígenas y a fomentar la
ambición de una empresa que según se dice no ha cumplido sus
compromisos con el gobierno.
*
Propietario
en Coz-Coz era el indígena Llancapi, de quien Joaquín Mera, tantas
veces nombrado, se hizo grande amigo, a fin de que le vendiera unas acciones y
derechos en el citado fundo.
Estas
acciones y derechos correspondían, por lo menos práctica y
materialmente, a la posesión que Llancapi ocupaba en la reducción
y que colindaba con el enorme fundo que se ha hecho Mera en Panguipulli. El
indio se resistía a hacer cualquier transacción; pero llegó
un día en que, instigado por la necesidad o por el vicio, recurrió
a Mera, el cual le dio la cantidad de ciento veinte pesos por cerca de cuarenta
cuadras de tierra.
Un
pariente de Llancapi, cuando supo este hecho se puso al habla con los
demás indios y a costa de grandes sacrificios reunieron entre todos la
plata para devolverla a Joaquín Mera y a fin de preparar la
negociación, el indio fue a casa del acreedor.
Una vez
adentro de la casa, los sirvientes de Mera lo amarraron y lo condujeron a una
quebrada o lugar apartado, y allí lo flagelaron inhumanamente,
retorciéndole los brazos y azotándole las espaldas con
látigos y coligües nuevos.
Mera le
hizo prometer el pobre indio que no se metería en nada y que
dejaría las cosas como estaban. El indio no tuvo otro camino que aceptar
para librarse de los bárbaros martirios.
Efectivamente,
las diligencias hubieron de quedar hasta allí, pues no hubo forma de que
el pobre flagelado quisiera continuar en su idea.
Cuando
nosotros estuvimos en Panguipulli aconsejamos a los indios que entregaran la
plata al Padre Sigifredo para que él llevara a cabo la negociación
con Joaquín Mera. Así lo hicieron efectivamente, y el Padre
quedó con el encargo; pero según supimos después, el
negocio no se había finiquitado porque el indio Llancapi, el deudor, no
había «querido». Cabe preguntar con mucha razón:
¿puede creerse que el infeliz Llancapi que no tiene dónde vivir haya
desistido espontáneamente de recuperar sus terrenos, sobre todo cuando
él no desembolsaba ni un solo centavo?
Hay
antecedentes fundados para creer que Llancapi ha sido flagelado por
Joaquín Mera para obligarlo a dar esa respuesta.
*
Los
instintos de usurpación de Joaquín Mera se han reavivado cada vez
que impunemente ha llevado a cabo una rapacería.
A las
indias Manuela y Antonia Vera, hijas de la cacica Nieves Aiñanco mandada
a asesinar por Mera, no ha podido hasta ahora arrojarlas fuera del fundo Pinco,
que pretende incorporar a sus dominios, pero en cambio las ha atropellado en la
forma más inaudita.
A fin de
que renunciaran a sus derechos sobre Pinco, Mera las hizo flagelar a las dos, en
una de las bodegas de su casa de Manquendehue. Y para que la renuncia tuviera
valor legal citó al Juez del distrito «el cual fue testigo de la
flagelación y autorizó la declaración de la Manuela
según la cual, ambas hermanas renunciaban espontáneamente sus
derechos sobre el fundo Pinco, en favor del señor Joaquín
Mera.»
Uno de
los tormentos que se aplicó a las infelices, fue el de azotes hasta abrir
las carnes y en seguida echarles sal en las heridas.
Este caso
está citado en el memorial presentado al Ministro de Colonización
por el toqui araucano Juan Catriel Rayen, documento inédito que
publicamos íntegro más adelante.
Tendríamos
tantos casos por citar que nos parecerían estrechas las páginas de
todo este folleto para apuntar el cúmulo de hechos criminosos que figuran
en nuestros apuntes; pero debemos someternos al límite que tenemos para
desarrollar este trabajo.
IV.
Cómo se les asesina
Cuando
la Compañía Industrial y Ganadera General San Martín
dirigida por el señor don Fernando Camino, de la firma Camino, Lacoste y
Cia. llegó a los campos de Panguipulli a establecer sus operaciones
mercantiles, los indios hacían su comercio atravesando el lago en canoas.
EI lago
es extenso y sus costas muy fértiles. Los indios tienen sus rucas en las
orillas y en consecuencia, no existe lo que podríamos llamar camino de
circunvalación por cuanto la comunicación es flotante. La canoa
es, por tanto, el medio de locomoción casi único de los habitantes
de Panguipulli.
La
Compañía San Martín necesitaba cruzar rápidamente el
lago y puso en práctica el proyecto atrevido de transportar hasta
allí una barca a vapor. Desde Valdivia al lago Panguipulli hay no menos
de cuarenta leguas, veinte de las cuales corresponden a la montaña casi
virgen. A través de esa selva y en más de quince días se
logró transportar el barco desarmado. Las calderas y el casco fueron
colocados por seis u ocho yuntas de bueyes y de esta manera, atravesando
desfiladeros y puentes construidos especialmente y abriendo camino a hacha en
algunas partes, se logró llegar hasta la ribera del lago.
Este
esfuerzo puede decirse titánico, es digno de un aplauso especial y conste
que en estas páginas lo damos.
El vapor
«O’Higgins», capitán Ricardo Lange, surcó el lago
con banderas, gallardetes, salvas y hurras. Los indios, admirados
también, escoltaron la embarcación con sus canoas llenos de
inocente regocijo, sin sospechar que la llegada de esa canoa más grande
que la de ellos iba a ser la ruina de todos.
A los
pocos días de estar en servicio el «O’Higgins», se hizo
saber a los indios que era absolutamente prohibida la navegación del lago
en canoas, sin permiso de la Compañía. Al efecto el capitán
del vapor tenía orden de apresar y de destruir toda embarcación
que sorprendiera a flote.
En
efecto, en un viaje, el capitán Lange destruyó tres canoas que
encontró a su paso. A los indios que las tripulaban los recogió a
bordo y los llevó a Choshuenco: los indios iban a Panguipulli. Es lo
mismo que llevar a Valparaíso a un sujeto que se dirige a Talcahuano. Los
pobres indios tuvieron que rodear el lago para llegar a su casa más o
menos unas siete leguas a pié.
Esto
ocurría a mediados de Mayo de 1906.
Más
o menos en esa fecha llegó a Panguipulli el gerente de la San
Martín don Fernando Camino. Ante él recurrieron los indios en
demanda de justicia por los abusos del capitán Lange y del jefe de la
Compañía en Panguipulli, don Adrián Duhau. El Padre
Sigifredo también se presentó con sus alegatos de siempre. Camino
mandó a un cuerno a los indios y al padre Sigifredo y para hacer ver
cuáles eran sus ideas al respecto, se embarcó en el vapor e hizo
una travesía del lago, ordenando «personalmente» el
apresamiento
o
destrucción de cuanta embarcación encontró a su paso, y
aún de las que estaban amarradas en sus riberas. En esta
expedición, que se llevó a cabo el 20 o 21 de mayo; se hizo
acompañar por el mayordomo-vaquero Luis Monsalve, el cual recibió
orden de destruir en tierra las canoas que no apresara el vapor en las aguas.
Ese día de vergüenza, desaparecieron todas las canoas de los indios,
y en los siguientes desapareció el resto, menos una, que había
escapado, quién sabe cómo, –perteneciente al indígena
Carlos Lingay, de la reducción de los caciques Millanguir, dueños
del hermoso fundo Quechumalal, grandemente ambicionado por la
Compañía San Martín–.
El
señor Camino regresó a Valdivia con la conciencia tranquila...
después de haber acentuado sus órdenes de una manera tan clara.
Naturalmente,
Lange y Duhau se creyeron autorizados para cumplir esas órdenes por
cualquier medio.
En la
única canoa que quedaba a flote, se embarcaron en Quechumalal, con
dirección a su fundo Lonquil el cacique Mariano Millanguir y su hijo
Manuel, joven de 20 años; iban llevando víveres y herramientas de
labranza para sus trabajos agrícolas en el último de estos fundos.
Era el día 26 de Mayo, como a las tres de la tarde. Desde Quechumalal a
Lonquil, no podían demorar los indios más de tres horas.
El vapor
«O’Higgins» hace diariamente una travesía al lago: sale
en la mañana de Panguipulli y llega a Choshuenco a medio día; de
allí regresa después de un par de horas, para llegar
invariablemente a Panguipulli entre cinco y seis de la tarde.
El
día indicado, la canoa del cacique Millanguir hubo de encontrarse con el
vapor «O’Higgins». Lo que ocurrió entre los tripulantes
de ambas embarcaciones no se sabe y probablemente quedará en el misterio.
El vapor llegó a Panguipulli como a las 10 de la noche. Los empleados de
la Compañía estaban llenos de cuidado con el atraso inusitado del
«O’Higgins», quien como hemos dicho debía llegar a su
destino antes de las 6 de la tarde, de manera que todos se habían
trasladado al muelle donde comentaban agitadamente ese atraso. Duhau
había reunido gente para enviarla al siguiente día por la orilla
del lago a buscar noticias del vapor, por si había sido visto por los
indios.
Cuando el
vapor atracó al muelle, Duhau preguntó en alta voz por qué
había llegado tan tarde, a lo que respondió Lange, con una sola
frase: viens ici. Obedeció Duhau subiendo al vapor; ambos hablaron aparte
y en francés y, según pareció a todos, el jefe de la
Compañía quedó satisfecho de las explicaciones que le dio
el capitán.
Todo
volvió a su curso normal y ya al día siguiente nadie hablaba sino
incidentalmente del atraso del día anterior.
Pero
Mariano Millanguir y su hijo no llegaron a su fundo de Longuil ni la canoa
aparecía por ninguna parte. La familia hizo las más prolijas
investigaciones sin resultado; el cacique Millanguir, hermano de la
víctima, puso en actividad a los mocetones en toda la costa del extenso
lago y tampoco se encontró ningún vestigio. Sólo faltaba
buscar en la superficie y en la costa rocosa que no podía reconocerse por
tierra sin grandes dificultades.
Los
indios «pidieron permiso» a la Compañía para recorrer la
costa en botes y al mismo tiempo encargaron al capitán y a la
tripulación que se fijaran si en el centro del lago flotaba alguna
embarcación.
A todo
esto el tiempo pasaba. Los tripulantes del vapor habían declarado muchas
veces que en sus viajes diarios no habían divisado ni canoas ni restos de
los que se suponían náufragos. Los indios tampoco eran más
afortunados.
Habían
pasado 11 días. El 10 de Julio unos indios encontraron la canoa perdida y
adentro los cadáveres de Millanguir y su hijo, boca abajo y en estado de
putrefacción.
La canoa
estaba metida entre altísimos riscos en un lugar inaccesible por tierra,
que es el paraje favorito de las aves acuáticas y de rapiña. Los
indios se fueron inmediatamente a dar aviso a la familia y al Padre Sigifredo y
al día siguiente salían con el vapor «O’Higgins»,
a remolcar la fúnebre canoa.
El
capitán Lange, al enfrentar los riscos, dijo: Yo había visto
varias veces esa canoa; pero nunca me pude figurar que contendría los
cadáveres...
Se
remolcó la canoa hasta Panguipulli y se llevaron los cadáveres a
la misión; el Padre Sigifredo hizo la autopsia y comprobó que
Mariano Millanguir tenía una herida a bala en el cráneo, por
detrás y que el joven Manuel había muerto ahorcado.
Se
pusieron las denuncias en poder del Juzgado de Valdivia; el señor
Frías se trasladó a Panguipulli a levantar el sumario, sin llevar
consigo al médico legista para que hiciera la autopsia
médico-legal de los cadáveres... Tomó algunas declaraciones
a los empleados de la Compañía, y a algunos indígenas, que
no pudieron hablar en su presencia de puro miedo a las bravatas que al lado de
afuera y antes de declarar les hacían Duhau, Lange y otros y sin esperar
la única declaración que podía dar alguna luz, la del Padre
Sigifredo, se volvió a Valdivia al día siguiente de haber llegado.
Atendieron al juez señor Frías con todo el esmero que se
podía en aquellas alturas los empleados de la San Martín, en cuyas
casas se alojó y Joaquín Mera, el famoso usurpador de terrenos de
Panguipulli.
Por
cierto que la causa se sobreseyó por falta de datos...
Los
denuncios hechos por el cacique jefe, Juan Catriel Rain en el memorial tantas
veces y que a su vez hizo «El Diario Ilustrado» a principios de este
año y otras informaciones privadas, indujeron probablemente al Ministro
Salas Edwards, a pedir informes al respecto al Protector de Indígenas don
Carlos G. Irribara el cual no ha podido aún evacuarlo, a pesar de la
magnífica buena voluntad manifestada en toda ocasión por los
Gerentes de la San Martín, para dar al Protector toda clase de
facilidades para el desempeño de su cometido.
Los
cadáveres del caciquillo Millanguir y de su hijo están enterrados
cuidadosamente por el Padre Sigifredo, esperando que la justicia chilena quiera
descubrir a sus autores del crimen, que por otra parte están
señalados hasta por el indio más infeliz de
Panguipulli.
_______
Era
mi deseo relatar –para dar remate a este pequeño trabajo–, el
asesinato de la india Nieves Aiñanco, dueña del fundo Pinco que
Joaquín Mera ha ido incorporando a retazos a su enorme fundo; pero no
quiero que sea sólo mi palabra la que autorice esta relación.
Hay un
nombre, que sólo pronunciarlo, es garantía en todo lo que se diga
respecto de la situación de los indios en Panguipulli: ese nombre es el
del Padre Sigifredo.
Pues
bien; si el afirmar un hecho en nombre es suficiente prueba de certidumbre, lo
será más aún el que lo diga con su firma.
La carta
que va a continuación, es el salvoconducto que doy a las páginas
de este folleto, por si alguien duda de la sinceridad de mis expresiones. No
pretendo –lo repito– haber sido estrictamente exacto en mi
relación. Puede haber algunos errores de fecha
o
pluma, pero en lo que se refiere al fondo mismo de los hechos creo haber dicho
la verdad; creo haber relatado sinceramente lo que vi y oí en mi viaje a
la región de Panguipulli.
La
carta del Rdo. Padre Sigifredo retrata la personalidad moral de Joaquín
Mera y fue enviada al autor de este folleto a raíz de un artículo
que publicó «El Diario Ilustrado» a principios de este
año, titulado «Quién es Joaquín Mera».
He
aquí ese documento:
«Padre
Las Casas, Febrero 17 de 1907.-Señor Aurelio Díaz Meza,
corresponsal de “El Diario Ilustrado” en Valdivia. –Muy
respetado amigo:
Con
mucha satisfacción me he impuesto de su artículo
«¿Quién es Joaquín Mera?». Lo que usted dice es la
pura verdad; pero usted pinta a ese hombre con colores muy débiles; es un
individuo
mucho
más feroz y tan malo que se debe considerar como uno de aquellos hombres
peligrosos que debían ser arrojados de la sociedad humana.
Me
permito rectificar en algo lo que usted ha escrito sobre él.
Joaquín
Mera tiene escrituras de sus terrenos y ha comprado siempre acciones y derechos
de chilenos que vivían ya entre los indios y a costillas de ellos, pero
no podían avanzar con nuevas «compras». Cuando Joaquín
Mera, ahora a 16 años, compró a su hermano en Manquedehue,
principió luego a deslindarse con los indios, quitando a todos sus
vecinos por la fuerza bruta, lo que quería incorporar a su dominio.
Así procedió con los indios en Huitag, Trailafquén, Pinco,
Coz-Coz, Pelehue, Quilche. En todas partes puede usted divisar techos de rucas
quemadas por Joaquín Mera, formando hoy día el fundo inmenso que
hoy día posee.
También
se empeñó con indios de mala fe para que vendiesen sus posesiones.
Estos accedieron a la petición de Mera, señalaron los
límites de dicho terreno según los deseos del comprador y fueron
enseguida a Argentina dejando a sus hermanos pelear con Mera, que siempre
salió con la suya.
Muy
interesado anduvo en un tiempo Joaquín Mera por los terrenos del
indígena José María Frecanao. Lo que refiero me lo
contó el mismo indio, quien está dispuesto a referirlo ante las
autoridades.
Joaquín
Mera instigó a José María Frecanao, indígena de
Fovilafque, a robar animales al cacique Ignacio Nahuel, de Jumalla, lugar
situado cerca de Villa Rica. Frecanao hizo todos los preparativos necesarios y
Joaquín Mera lo acompañó con los mejores consejos.
Habiendo
realizado Frecanao el robo y estado en marcha con los animales, el traicionero
Joaquín Mera avisó al cacique Ignacio Nahuel, y éste
alcanzó al ladrón, quitándole todos los animales.
Un
caso concreto.
El
indígena Maricao vendió el año pasado su posesión en
Coz-Coz a Joaquín Mera. Maricao no tenía escritura. Según
sabemos, no se extendió tampoco escritura a favor de Mera, pero el hecho
es que Joaquín Mera se considera hoy dueño del terreno de Maricao,
y entre límites Maricao jamás habrá soñado y que
alcanzan el lago de Panguipulli. Como inquilino puso Joaquín Mera a su
sobrino Antonio Mera, quien arrendó al indio vecino Lancapi a nombre de
Joaquín Mera. De modo que los indios de Coz-Coz quedan con tan poco
terreno que no saben con qué mantenerse a sí mismos ni a sus pocos
animales.
En Pinco
quiso Joaquín Mera comprar el año pasado a Francisco
Martínez diciéndole: «si usted me vende, yo no tengo
obstáculo, pues con una escoba grande voy a barrer con todos los
indios.»
Cuando
destruyó Joaquín Mera la última habitación en
Futanime, fundo asaltado a los indios, hubo una batalla grande, primero de
palabras y enseguida de palos.
Dijo Mera
a los indios: «a fuerza de plata alcanzo todo en Valdivia. Todo Coz-Coz
será mío; el fiscal nada conseguirá para vosotros.»
En una
ocasión nos empeñamos mucho en que se solucionara un pleito,
cuando había en Valdivia un juez interino. Mera se veía en apuros.
Pero el tiempo no nos alcanzó y Joaquín Mera canto triunfos,
porque había regresados Frías «su juez», con quien
él conseguía todo.
Cuando
habíamos perdido el proceso sobre el terreno de Futanome y el Promotor
Fiscal apeló, Mera dijo: «He pagado un par de cientos de pesos al
juez, para que borre la apelación.»
Infinitas
veces ha dicho Joaquín Mera a los indios que sus reclamos eran
inútiles, porque él tenía comprado al Juez Frías.
Respecto
al asesinato, le digo:
La
víctima era la indígena Nieves Ayñamco. Esta india era
natural de Fengil (Pitrufquén); llegó con su marido a Pinco, fundo
que entonces estaba desocupado, porque los indios de aquella región se
habían acabado con una enfermedad contagiosa.
Esto
hará unos 50 años.
La
Nieves Ayñamco tuvo 4 hijos: Juan, Manuela, Pilar y Antonia, que todos
tomaron por apellido el nombre Vera; es costumbre entre los indios mudar el
apellido.
Juan
Vera, vendió a Mera, aunque no tenía títulos. Escritura se
hizo ¿Cómo? Dios lo sabrá.
Con esta
compra quiso Joaquín Mera, desalojar a la Nieves Ayñamco. Esta
resistía tenazmente, no quedando a Mera otro recurso que mandar
asesinarla.
Se
efectuó el asesinato en presencia de un hijo de Joaquín Mera en la
misma casa de la india. El mozo de Joaquín Mera, Joaquín Callanso
le partió con machete el cráneo!
Joaquín
Mera estuvo seis meses preso en Valdivia, y cuando salió libre
principió a cercar la posesión de la Nieves, quemó la ruca,
y mandó robar los animales a la Manuela, en compensación de los
atrasos sufridos por la prisión.
¡Qué
se oiga a la Manuela! si en realidad la justicia tiene interés en
escuchar la verdad.
Hoy
día pide partición del Fundo Pinco! ¿No es esto una
sangrienta ironía? El que pide partición es Francisco
García, que casi no tiene derecho alguno; pero es el palo blanco de
Joaquín Mera.
Estando
en viaje al norte tuve la posibilidad de escuchar en el tren una
conversación de varios caballeros que se ocupaban del artículo
«¿Quién es Joaquín Mera?».
Uno de
ellos decía que conocía a Joaquín Mera desde largos
años, cuando era todavía un pobre roto en San José, de
donde tuvo que arrancar por mal vividor. Era Mera en este tiempo un famoso
ladrón de animales.
Contó
enseguida una larga historia, que no pude entender bien. Se trató de unos
caballos y yeguas de un vecino de Mera, llamado, si entendí bien,
Fernández, que Mera echó al río, donde todos se ahogaron.
De San
José, dijo, el caballero (Eduardo Esckuch), se fue Joaquín a
Aillipén donde su hermano Zenón. Pero este vecino fue tan
molestado por Joaquín, que no dejó medio para hacer salir de su
lado.
Fue
en seguida a Panguipulli, donde podía aprovechar a sus anchas las bellas
prendas de su funesto y perverso carácter.
Llegó
a Panguipulli con un par de caballitos y unas cuatro vacas flacas, y hoy
día es Joaquín Mera, gracias a sus famosas depredaciones contra
los indios, que efectuó a la vista y con autorización de empleados
públicos, hombre rico con terrenos buenos y abundantes animales.
Los
indios han quedado en la miseria, y Mera el «tuerto» es hoy día
rey de ellos.
Esto
para hoy. Más tarde le contaré más.
Doy
a usted mis más expresivas gracias por su interés y valiente
intervención a favor nuestro.
Saluda a usted del todo suyo.
Sigifredo.
No recordamos el nombre
del actual poseedor.