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Audiencia de Horrores

Al día siguiente, temprano, nos instalamos en el salón del Padre Sigifredo, dispuesto a oír a todos los indios que se presentaran, y como teníamos antecedentes para creer que vendrían muchos, convinimos con el señor Erlandsen en que, para abreviar, los dividiríamos en dos grupos, y cada uno de nosotros oiríamos a una parte y después canjearíamos nuestros apuntes. El señor Oluf Erlandsen ha enviado esos datos a las revistas extranjeras de que es corresponsal.
¡Bueno nos pondrán los ingleses, franceses, españoles y alemanes, cuando lean que esas lindezas suceden en los campos que el Gobierno de Chile ofrece para la colonización!
Como no es posible anotar todos los casos que se nos presentaron, vamos a referirnos solamente a unos cuantos, procurando presentar los casos típicos de las distintas formas en que se les explota, a saber: engañándolos, robándoles, sus terrenos y animales, flagelándolos y asesinándolos.
I. Cómo se les engaña
Naguilef Loncon. -Yo vivo en Llongahue, de donde soy cacique. Hace tiempo que le di permiso, por caridad a Abel Peña para que hiciera una casa en un pedazo de terreno cercano mi ruca, y ahora quiere quitarme todos mis terrenos. Este Abel Peña había perdido un pleito contra el caballero Gerardo Guarda, y vinieron los gendarmes y le quitaron todo lo que tenía, dejándolo a él y su familia en el camino público, sin tener donde dormir. En esa situación, Peña fue a pedirme que le permitiera hacer un rancho para guarecerse mientras encontraba posesión. Yo, al verlo pobre, le dije que hiciera el rancho en un corral que está como a una cuadra de mi casa. De lástima le ayudé hasta con madera para que concluyera luego su rancho. Peña empezó a trabajar el terreno y a hacer barbechos y roces: yo ayudaba con bueyes y herramientas porque veía que él quería trabajar para mantener a su familia. Al año, Abel Peña era otro hombre, y ya tenía una yunta de bueyes, una vaca y varios corderos y gallinas. Bueno. Yo no quería pedirle la posesión, porque el hombre estaba tan agradecido conmigo, que cada vez que me veía, me decía que nunca dejaría de ser mi buen amigo, y que él me pagaría todo lo que había hecho por él. A un mocetón mío que estaba por casarse, y que me había cedido un pedazo que ocupaba Peña, le di otro terreno, porque no quise molestar a mi buen amigo huinca. Bueno.
Una vez, después de dos años, al ver que año por año tenía más y trabajaba más terreno, le dije que me entregara las tierras porque yo también necesitaba para los animales más extensión alrededor de mi ruca, y que no siguiera barbechando ni rozando, porque mis mocetones reclamaban; pues ellos también querían que les dejaran los terrenos suficientes. Abel Peña me dijo que cómo iba a dejar el terreno cuando tenía allí tantas mejoras, y que le iba a hacer muchos perjuicios y que le tuviera lástima, y que no tenía dónde irse con su mujer y sus hijas. Él estaría dispuesto a pagar arriendo si yo quería cederle ese pedazo de terreno. Me dijo tantas cosas, que yo accedí en arrendarle el terreno en cien pesos al año. Lo que Peña tenía trabajando eran veinte cuadras.
Al día siguiente de este convenio, Peña me dijo que iba donde el juez de distrito, Rafael Mera, su pariente. Cuando volvió a los dos días me dijo que fuéramos a Valdivia a firmar una escritura por el arriendo de en que habíamos convenido. Yo fui con mi lenguaraz, porque yo no sé hablar español. Con Peña nos habíamos arreglado, porque él sabe algo en mapuche, y lo que no entendía se lo decía mi lenguaraz. Allá en Valdivia fuimos a la Notaría, y el lenguaraz firmó por mí un papel, que según me dijeron era un contrato.
Bueno al año le cobré a Peña el arriendo; entonces él se rió y me dijo que no me debía nada. El vecino Peña había cambiado mucho. Una vez le tiró un balazo a un buey mío porque se le había metido en su potrero. El buey quedó manco. Otra vez le rompió la cabeza a un indio de mi reducción, porque fue a golpearle la puerta de su casa para darle un recado que mandaba yo. Y muchas cosas más. Cuando me dijo que no me debía nada, tomé la escritura que me habían dado en Valdivia y me vine donde el padre Sigifredo y le conté todo. El padrecito vio la escritura que allí decía que yo Naguilef Loncon, cacique de Llongahue, y mis mocetones nos reconocíamos como inquilinos de Abel Peña, propietario del fundo Calafquen, a donde pertenece mi reducción... Agregaba la escritura que todas las mejoras en siembras, casas y animales las dejaríamos a beneficio del fundo cuando nos fuéramos de allí».
Abel Peña edificó una casa de zinc bien bonita, en lugar del ranchito que antes tenía. Ahora no me mira, ni me saluda siquiera. A mis mocetones los amenaza y una vez azotó a uno. Hace como dos meses me dijo que me saliera de mi posesión y que me fuera a otra parte, porque necesitaba ese terreno. Yo le respondí que él tenía que irse o pagarme el arriendoconvenido.
Se rió y me dijo que si se iba, llamaría a los gendarmes para que me echaran. Yo quisiera saber si el gobierno podrá permitir que me echen, cuando hace tiempo que vivo allí. Me han dicho que quiere quemarme la casa, y yo tengo un mocetón para que cuide de noche, para estar tranquilo; yo tengo muchos chiquillos...
-Y no pueden ustedes echar a peña de donde está? Le preguntamos violentamente al lenguaraz.
-¿No se atreven hacerse respetar?¿Son cobardes ustedes? ¿tienen miedo?
-Ah no señor, no tenemos miedo a Peña ni a nadie. Denos usted una orden y vamos al tiro a sacarlo allí y lo dejamos en el mismo camino público de donde lo recogió el cacique.
Cuando el cacique se enteró de nuestras palabras y de la respuesta del lenguaraz, sus ojos se inundaron con una suprema esperanza ¡Creía el pobre que nosotros podíamos darle esa orden y librarlo de la creciente rapiña de un usurpador audaz y desvergonzado!
-Tengan confianza, le dijimos. Puede ser que pronto se les haga justicia.
¿Qué más le íbamos a decir?
Francisco Huichalaf. -Soy cacique de Purulón y tuve un pleito con un vecino por una cuestión de venta de animales. Entonces yo no sabía hablar en español y mi lenguaraz se enfermó mucho. El vecino no se pudo arreglar conmigo porque ninguno de los dos entendíamos hasta que buscamos un lenguaraz y se nos ofreció Francisco Becerra, que era trabajador al día y que sabía hablar mapuche. Lo aceptamos, y con su intervención pudimos arreglar con el vecino en condiciones que a mí me parecían bien. Bueno, Becerra me dijo que había que ir a Valdivia a firmar la escritura ante el notario; yo fui con Becerra y él firmó por mí una escritura, diciéndome que era el arreglo con el vecino y nos volvimos.
A las pocas semanas después, Bernardo Cortés, yerno de Becerra, entró a mi fundo Catrico e hizo un cerco llevándome un buen pedazo de barbecho y de buena montaña. Yo reclamé y le dije que porqué me quitaba terreno; entonces él me dijo: ¿No te acuerdas que me vendiste este pedazo?
-¿Cuándo te lo he vendido? Le repuse.
-Cuando fuiste a Valdivia con mi suegro pues, me contestó riéndose. Entonces yo fui donde el caballero Luis González, promotor Fiscal de Valdivia y él me dijo que en la escritura había una notaría firmada por Becerra a ruego mío, y en la cual yo vendía a Cortez un gran pedazo de tierra en doscientos pesos que daba por recibido. Le puse pleito, pero hasta ahora no he podido sacarlo de allí en donde ha puesto a un inquilino y se ha hecho fuerte.
-¿Qué haré señor para que me entregue mi terreno?
* Un último caso pues hay que dejar espacio para los demás.
Antonio Caniuñamco. -Hijo de la india Queupu, viuda del cacique de Pucura, reclama los terrenos de sus padres que están hoy en otro poder[2] de la siguiente manera: hace pocos años la india Queupu vivía en la reducción de su difunto marido con su familia, grande y pequeña respetada en su viudez y defendida por los indios de Pucura que la reconocían como «mayora».
Uno de los vecinos colindantes, cuyo nombre se nos ha extraviado en nuestros apuntes, había hecho muchas tentativas para obtener una buena parte de los terrenos de la cacica pero no había conseguido nada ni con ofertas de dinero, ni con amenazas, ni con violencia de hechos porque los indios se hacían respetar en todo entendido.
La cacica, vieja como era e ignorante además, como debe suponerse, tuvo una necesidad de un poco de añil para teñir unas lanas de tejido. Un poco de añil significa para los indios un viaje bastante largo a la ciudad más cercana, que es San José, si no recordamos mal; y como las relaciones con su vecino español estaban buenas, inmejorables, la india mandó a una mocetón a ver si podía proporcionarle un poco de añil. El obsecuente vecino tomó todo el añil que tenía por casualidad en su casa, una libra más o menos, y acompañado del indio se encaminó hacia Pucura a casa de la india Queupu. La cacica, que vio satisfecho su deseo, que era un capricho de su segunda infancia, no halló qué hacer de agradecida con su generoso amigo y le dijo que pidiera cualquier favor. El español no se quedó corto y le dijo que en pago del añil le diera el terreno que alcanzara a ver desde donde estaba parado. La cacica asintió y el vecino se retiró con sus dos sirvientes que había traído.
A las pocas semanas el vecino tomaba posesión de extensísimos terrenos en Pucura, después de haber rendido, creemos que ante jueces del distrito, informaciones que acreditaban que la cacica Queupu le había vendido sus terrenos por una libra de añil... Sin otro título que ese el «español» ocupa hoy ese extenso fundo, pues ha lanzado, después de la muerte
de Queupu a todos los indios de esa reducción.
Antonio Caniuñamco, heredero de Queupu, anda herrante de reducción en reducción y no es raro que ya haya emigrado a la Argentina en busca de otra «bandera», como nos dijo, ya que en Chile no hay justicia.
II. Cómo se les roba
Este tema es muy lato. Nosotros llamaríamos ladrones a todos los «españoles» que se han establecido en aquellos campos de Panguipulli, Purulón,Trailafquén y Villarrica, haciendo una excepción de uno por mil. Al leer esto, muchas personas nos tacharán de, ridículamente exagerados. Para responder a ese calificativo que nos desconceptúa ante el público, propondríamos que se nos señalara un par de propietarios de esa región que no haya robado a los indios animales o terrenos. Estamos seguros que si se planteara seriamente esta cuestión, todos los «españoles» habitantes de esa zona se excusarían de dar a conocer sus títulos de propiedad de los terrenos que ocupan y no quedaría uno sólo que pudiera decir que no tiene o ha tenido cuestiones con los indios, por pérdida de animales.
Pero, conociendo las leyes de nuestro país y sobre todo recordando lo que se ha dicho del Código de Procedimiento Penal, no podemos aventurarnos a eso, sin temor de que se nos llame calumniadores. Por lo demás el presente folleto indicará al público si la persona que lo ha escrito estará convencida de lo que dice.
El robo a los indios es una profesión como cualquiera otra, con el aditamento de que es productiva y sin peligros.
La Antonia Vera, hija de la india Nieves Aiñamco, mandada a matar por el usurpador más desvergonzado de Panguipulli, Joaquín Mera, nos refirió el siguiente caso, certificado con la declaración de algunos indios que pudieron presenciarlo o por lo menos saberlo.
Tenía la Antonia, en los corrales junto a su ruca, en el fundo Pinco, de su propiedad, los bueyes y animales que le servían para su trabajo agrícola.
Un día, en la tarde, y cuando ya todos los animales estaban encerrados, la Antonia sintió ruido alrededor de su casa y salió a ver lo que pasaba. Cerca de unas trancas divisó a un grupo de animales y dos jinetes que los iban arreando. Corrió y reconoció a ocho de sus mejores bueyes de trabajo. Uno de los jinetes era el indio Calfinao, sirviente de Joaquín Mera.
–¿Dónde vas con bueyes que son míos? le dijo la Antonia.
–Mira, Antonia, le respondió el sirviente ladrón: mi patrón Joaquín me dijo que te viniera a sacar los mejores ocho bueyes que tuvieras. Yo lo siento mucho, Antonia; pero ya conoces a mi patrón, que si yo no hago lo me manda, me azota.
Y sin otra explicación siguió arreando los bueyes, que al día siguiente ostentaban la marca de Joaquín Mera, quien «los había comprado a la india Antonia Vera».
Otro caso del mismo Mera.
El fundo Pinco ha sido uno de los grandes objetivos de este flamante propietario, y para la consecución de su propósito, no se ha parado ni ante el asesinato; de manera que el robo, la violencia y el despojo han sido actos corrientes ejecutados o mandados a ejecutar por él.
En Diciembre de 1906, es decir, el año pasado, Mera terminó de hacer un cerco, dentro del fundo Pinco, con el cual le quitaba a la Antonia Vera una gran extensión de sus tierras. Hecho el cerco, Mera mandó a decir a la Antonia que buscara donde irse porque ese fundo ya no era de ella. En la noche del recado le robaron a la india una vaca y un chancho. La india tomó el partido de ir a Valdivia a reclamar ante el Protector de Indígenas y fue en busca de su única cabalgadura que era una yegua recién parida. La cría había desaparecido.
Cuando la india volvió de su diligencia, la yegua se encargó de buscar a su cría y al día siguiente la yegua y el potrillo pastaban juntos.
Los indios y la Antonia hicieron del potrillo un objeto de curiosidad por aquello de que la yegua hubiera buscado y encontrado a su cría y con tanto mirar y remirar el potrillo descubrieron en la paleta del lado de montar... la marca a fuego de Joaquín Mera. Había hecho marcar a un potrillo a los quince días de nacido, por robárselo o al menos por disputárselo a la pobre india!
El que esto escribe vio al potrillo así marcado, oyó el ingenuo relato de la Antonia, el testimonio de estos hechos por muchos indios y la final confirmación por el padre Sigifredo.
*
Un tercer caso, para terminar.
Algunos individuos se dedican a recorrer los campos de los indígenas para comprarles lanas, cueros, crin, etc.
Generalmente esos individuos son agentes de la Compañía Ganadera General San Martín, o de otros comerciantes o dueños de fundos de los alrededores. Estos agentes necesitan condiciones especiales para desarrollar su cometido, por ejemplo, conocer los caminos, saber hablar mapuche, tener conocimiento de calidad y precio de las mercaderías que van a comprar, y sobre todo, estar interesados fuertemente en el negocio, pues las molestias que el agente se impone son muy grandes, como por ejemplo, dormir a la intemperie, comer mal, soportar lluvias frecuentes.
Es sabido que los indios aprecian extraordinariamente sus animales, al extremo que prefieren que el animal quede mejor instalado y sea mejor tratado que su misma persona. No es raro, entonces, que cuando tienen un par de yuntas de bueyes para el trabajo, unas dos vacas y tres o cuatro caballos, los cuiden con más cariño que a sus hijos.
Pues bien, si a un indio se le propone compra de un animal de su propiedad lo primero que contestará es que no vende, y cualquier persona que sepa o por lo menos se figure lo que significa una yunta de bueyes en medio de la montaña, le encontrará razón al indio. Los agentes reciben, generalmente, la misma respuesta; pero ellos ya conocen el terreno que pisan, van preparados y llevan en sus árguenas botellas y
latas de alcohol, con el cual emborrachan al indio o indios de una ruca. Una vez borrachos, ya es más fácil que sean asequibles y que vendan una yunta de bueyes en treinta pesos, un caballo en cinco o un carnero en cincuenta centavos, más una botella de aguardiente de granos que generosamente da el comprador.
Una vez que reciben la plata, el agente y sus sirvientes arrean sus animales y siguen su camino, felices.
Elías Jaramillo, era y ha de ser actualmente, agente de la Compañía San Martín y hartos animales compró para la Compañía de la manera que dejamos apuntada; pero una vez tuvo un disgusto con el gerente don Fernando Camino o con algún empleado superior y dejó el empleo.
En sus correrías, Jaramillo habíase hecho muy amigo del indio Juan Catalán, mocetón de la reduccción de Nitrai. Al encontrarse sin empleo fue a casa de su amigo y le pidió alojamiento. Catalán lo convidó a entrar a su ruca, contra la costumbre mapuche, y le hizo cama en un rincón.
Jaramillo vivió cerca de un mes en la ruca del indio y aún le ayudó a trabajar para ganarse la comida; pero una vez se disgustaron estando bebido y se pelearon a bofetadas. El indio lo echó de la casa, pero Jaramillo no quiso salir y al día siguiente hizo una división «adentro de la ruca» con estacas y empalizadas y abrió una puerta para su uso exclusivo. A esta puerta le puso un candado. De esta suerte la ruca de Catalán quedó dividida en dos partes independientes.
No para en esto la cosa. A las pocas semanas, Jaramillo entraba en arreglos con la Compañía e ingresaba de nuevo a su servicio, de comprador de animales, con el agregado de que ahora era inquilino de la Compañía Ganadera San Martín, en los terrenos que esta «había comprado en Nitrai»...
Y como el indio Catalán se resiste a abandonar la casa que le dejaron sus mayores la Compañía le ha puesto o le pondrá pleito y lo arrojarán con la fuerza pública. Este hecho es reciente.
*
A pesar de que dijimos que lo anterior sería el último caso de robo que citaríamos, no podemos resistir al deseo de anotar el siguiente que se nos ha venido a la vista hojeando nuestros apuntes.
En la costa noroeste del lago Panguipulli hay un fundo denominado Neltume, que pertenece al caciquillo Valentín Callicul, heredero del cacique de esa reducción Cullín Ancalipe, ausente desde mucho tiempo.
Desde que la Compañía Ganadera San Martín llevó al lago Panguipulli el vapor «O’Higgins» hase convertido esta embarcación en pirata, destruyendo todas las canoas de los indios y ejerciendo actos de dominio en toda la costa; uno de estos actos de dominio se ejerció en Neltume, al norte del río Jui, que desemboca en el lago. La Compañía llevó allí materiales de labranza, madera para casas, inquilinos y animales y estableció trabajos a media cuadra de la ruca del indio Callicul.
Con los trabajos de la Compañía los corrales del indigena tenían que destruirse, porque los inquilinos se abrían paso por donde estaba más derecho. Callicul recurrió al Padre Sigifredo y éste escribió una carta al señor Juan B. Sallaberry, subgerente de la San Martín, reclamando del atropello que se cometía contra el indio. Aunque el señor Sallaberry no contestó en el tiempo que entre personas se estila, contestó al fin y tuvo la hidalguía de reconocer que «los mayordomos habían tomado posesión indebida de los terrenos de Valentín Cullicul, pues la compañía no tenía terrenos al norte del río Jui»; prometía el señor Sallaberry paralizar los trabajos, retirar la gente, indemnizar al indio o en su defecto, comprarle el terreno (se sabe que los indios no pueden vender). Pues bien; cualquiera podría figurarse que dada la buena voluntad del señor Sallaberry, subgerente o cosa parecida de la San Martín, el indio Cullupil quedó tranquilo en sus posesiones. Pues no: todavía pueden verse las casas de los inquilinos y los trabajos agrícolas efectuados por la Compañía en el terreno de Neltume sin que se piensen ni retirar los inquilinos, ni paralizar los trabajos ni indemnizar al indio ni nada!
Muchas veces, por carta y verbalmente ha reclamado el Padre Sigifredo a la Compañía el cumplimiento de de lo prometido por el señor Sallaberry: nada se ha hecho. De esta compañía son accionistas personajes de caracterización, como por ejemplo, conspicuos miembros del Congreso.
III Cómo se les flagela
Es «propietario» en los alrededores del fundo y reducción de Quilche el señor don Alfonso Stegmaier, caballero que ha hecho compras a los indios en extensiones que no bajarán de cincuenta o setenta mil hectáreas. Los indígenas de Quilche, con su cacique Lorenzo Carileu, son los genuinos propietarios desde remotos tiempos del fundo de ese nombre y forman la colectividad legal que se llama reducción.
Entre Stegmaier, unos señores Mans y otro tal Jaramillo hicieron un convenio para despojar a algunos de los indios de Quilche de buena parte de los terrenos [3] y llegaron hasta el asesinato.
Uno de estos indios de Quilche, llamado Antelef Compayante que vivía cercano a la casa de Stegmaier, recibió un día un recado de este señor, por el cual se le invitaba a pasar a su casa. Antelef no sabe hablar en castellano, pero como el sirviente que le daba el recado era medio indígena, no tuvo inconveniente en acudir a la invitación.
Stegmaier lo recibió en el corredor y le dijo por el intérprete que le dejara los terrenos que ocupaba en Quilche, porque él los había comprado y que a fin de que no quedara descontento le iba a dar plata y algunos animales. El indio contestó que no vendería ningún pedazo de su terreno y que no quería plata pues estaba muy bien en sus poseciones. Stegmaier insistió y terminó diciéndole que si no accedía quedaba preso y que lo llevaría a la cárcel de Valdivia. Y efectivamente, el pobre indio fue amarrado y encerrado en un rancho, donde en esa condición pasó sus días casi sin comer, hasta que fue llevado a Valdivia. Dice Compayante que en esa ciudad lo tuvieron, siempre amarrado de las manos por detrás, en una casa y que lo único que le pedían era que vendiera el terreno y que nada más le pasaría.
El indio reclamaba débilmente –en su ignorancia– del trato que le daban y por fin lo volvieron a Quilche.
Cuando llegó a su tierra la encontró arrasada; su ruca, sus cercos y víveres, animales, etc. habían desaparecido y el terreno estaba una parte barbechado y la otra parte en trabajo.
Desesperado Compayante empezó a indagar el paradero de su mujer, hijos y animales y pronto supo por los mismos inquilinos de Stegmaier que habían sido llevados hacia una quebrada inhabitable en que apenas los cabros pueden tener acceso. Allí y como Dios le había dado a entender, la india, mujer de Compayante, había armado la ruca para guarecerse con sus hijos.
A causa de no tener dónde pastar, los animales del indio han muerto de hambre o despeñados en la quebrada.
Stegmaier ha alegado que el lanzamiento que efectuó en la persona y bienes de Compayante, se debe a que el lanzador pagó una hipoteca de 250 pesos que Compayante y otros indios de Quilche habían adquirido con unos señores Mans. Por cierto que Stegmaier continúa con los terrenos y Compayante y su familia han tenido que emigrar.
En la misma condición que el indio Compayante, se encuentran los naturales Severino y Carmen Caifanti, que han sido arrojados de sus terrenos colindantes con Stegmaier.
No quiero extenderme relatando otros hechos criminosos cometidos por Stegmaier, porque debo dejar espacio para referirme a otros personajes como el señor don Francisco Sproel, propietario de grandes extensiones en Quilquil, Puleufu, etc. etc.
Este señor Sproel, que en cuanto a usurpaciones no tiene mucho que envidiar a Joaquín Mera, es uno de los más tenaces perseguidores de los indios, a quienes, según parece, tiene un odio atávico. Todo lo que sea indígena o chileno –según se nos informa– es para él una mala recomendación.
Vecino a sus posesiones de Puleufu vivía el indio Antonio Millahuala en un terreno que hasta entonces había escapado a las intentonas de Sproel, quien había hecho lo indecible porque el indígena le vendiera o le cediera sus derechos.
A pesar de que la violencia ya la había ejercitado otras veces para quitarle terrenos a los indios, se le hacía trabajoso al hombre cometer un crimen tan a sangre fría. La casualidad vino en ayuda de Sproel.
Una noche entraron ladrones a sus corrales y le robaron una ternera de año. La bolina al día siguiente fue grande. No había rastro alguno del ladrón y Sproel y sus inquilinos se perdían en conjeturas. Buscaron, indagaron, pero sin resultado alguno.
Pasados algunos días se le ocurrió a Sproel que con lo del robo podía sacar algún partido. Acompañado de dos o tres sirvientes se dirigió a la posesión de su vecino Millahuala y sin más trámite lo amarró sobre su caballo y lo llevó a su casa. Lo encerró en seguida en la bodega y por mano de dos peones le hizo aplicar una tunda de azotes que le abrieron las carnes. El indio lloraba y gritaba preguntando por qué se le castigaba. Sproel decía que por ladrón, pues sabía que él se había robado la ternera. El indio protestaba en balde y a fin de que no se oyeran sus gritos se le mandó poner mordaza.
Sproel se había empeñado en que Millahuala le prometiera irse de la vecindad y como el indio no quisiera acceder, le hizo colgar del cuello con un nudo firme para que no se ahorcara, mientras un sirviente lo tiraba de las piernas. En seguida lo bajaron, lo volvieron a colgar de los brazos y le dieron otra azotaína con lo cual el indio se desmayó.
Ante este espectáculo Sproel ordenó que desataran al infeliz y lo tendieran sobre unas pajas, donde lo dejaron pasar la noche. Al amanecer, el indio recuperó los sentidos y al verse solo y desatado huyó de la casa saltando cercos y murallas.
Al día siguiente Sproel lo hizo buscar por todas partes incluso en su posesión, pero ni el indio ni su familia estaban allí.
Pasó una semana y todas las informaciones decían que Millahuala había emigrado a la Argentina. Sproel aprovechó la ausencia para quemar la ruca y cercos del fugitivo y encerrar sus terrenos, que habían sido su deseo vehemente durante tanto tiempo.
Como al mes después de estos hechos apareció la ternera robada a Sproel en poder de Juan Huentelaf, conocido ladrón de animales, el cual confesó su delito sin mayor esfuerzo, ante el Juez de distrito. Sproel tuvo tal vez un poco de remordimiento, pero luego lo tranquilizó la idea de que Millahuala, su víctima, estaba muy lejos y no volvería.
No fue así, sin embargo. Los indios se encargaron de avisar a Millahuala y lo impusiron de todo. Pronto regresó a su patria el fugitivo y demandó a Sproel ante el Juez del distrito de Purulón. Durante el juicio, envolvieron al indio de modo que le prometieron indemnizarlo por el despojo de sus tierras y por los sin hogar anda errante de reducción en reducción, esperando la indemnización que le ha prometido el magnífico y flamante propietario, señor don Francisco Sproel.
*
El cacique Manuel Calfuala, de Rancahue, subdelegación de Pitrufquén, dice que la comisión radicadora de indígenas que señaló los terrenos fiscales en la concesión Latorre y Cia., que ahora tiene la Compañía Queule, ha procedido con evidente favoritismo para la citada Compañía en directo perjuicio para los indígenas de su reducción, que en número de 37 han sido arrojados de sus posesiones inmemoriales.
Los empleados de la Compañía han hecho grandes volteadas de árboles dentro de los terrenos de los indios y a estos los han correteado a balazos y a tres o cuatro los han azotado, amarrados a árboles a fin de atemorizarlos para que huyan y no vuelvan.
El 24 de Noviembre del año pasado (1906), los empleados de la Queule, «acompañados de gendarmes de la misma Compañía» quemaron la ruca del mocetón Felipe Nitrahuala y azotaron a la mujer porque no salía tan luego. Igual suerte corrieron las rucas de Pedro Huentelaf y de Manuel Ancahuala.
Item más: la línea férrea pasa al medio de los terrenos que la radicación señaló a los indios de Rancahue y como la Queule pidió y obtuvo que se le hiciera un paradero de ferrocarril frente a las casas de su fundo, la Empresa le ha quitado a los indios cerca de ocho cuadras de terrenos magníficos para siembra que ellos tenían barbechado.
El paradero de la Paz, en la línea de Gorbea a Antilhue, ha venido a dejar sin recursos a un medio ciento de indígenas y a fomentar la ambición de una empresa que según se dice no ha cumplido sus compromisos con el gobierno.
*
Propietario en Coz-Coz era el indígena Llancapi, de quien Joaquín Mera, tantas veces nombrado, se hizo grande amigo, a fin de que le vendiera unas acciones y derechos en el citado fundo.
Estas acciones y derechos correspondían, por lo menos práctica y materialmente, a la posesión que Llancapi ocupaba en la reducción y que colindaba con el enorme fundo que se ha hecho Mera en Panguipulli. El indio se resistía a hacer cualquier transacción; pero llegó un día en que, instigado por la necesidad o por el vicio, recurrió a Mera, el cual le dio la cantidad de ciento veinte pesos por cerca de cuarenta cuadras de tierra.
Un pariente de Llancapi, cuando supo este hecho se puso al habla con los demás indios y a costa de grandes sacrificios reunieron entre todos la plata para devolverla a Joaquín Mera y a fin de preparar la negociación, el indio fue a casa del acreedor.
Una vez adentro de la casa, los sirvientes de Mera lo amarraron y lo condujeron a una quebrada o lugar apartado, y allí lo flagelaron inhumanamente, retorciéndole los brazos y azotándole las espaldas con látigos y coligües nuevos.
Mera le hizo prometer el pobre indio que no se metería en nada y que dejaría las cosas como estaban. El indio no tuvo otro camino que aceptar para librarse de los bárbaros martirios.
Efectivamente, las diligencias hubieron de quedar hasta allí, pues no hubo forma de que el pobre flagelado quisiera continuar en su idea.
Cuando nosotros estuvimos en Panguipulli aconsejamos a los indios que entregaran la plata al Padre Sigifredo para que él llevara a cabo la negociación con Joaquín Mera. Así lo hicieron efectivamente, y el Padre quedó con el encargo; pero según supimos después, el negocio no se había finiquitado porque el indio Llancapi, el deudor, no había «querido». Cabe preguntar con mucha razón: ¿puede creerse que el infeliz Llancapi que no tiene dónde vivir haya desistido espontáneamente de recuperar sus terrenos, sobre todo cuando él no desembolsaba ni un solo centavo?
Hay antecedentes fundados para creer que Llancapi ha sido flagelado por Joaquín Mera para obligarlo a dar esa respuesta.
*
Los instintos de usurpación de Joaquín Mera se han reavivado cada vez que impunemente ha llevado a cabo una rapacería.
A las indias Manuela y Antonia Vera, hijas de la cacica Nieves Aiñanco mandada a asesinar por Mera, no ha podido hasta ahora arrojarlas fuera del fundo Pinco, que pretende incorporar a sus dominios, pero en cambio las ha atropellado en la forma más inaudita.
A fin de que renunciaran a sus derechos sobre Pinco, Mera las hizo flagelar a las dos, en una de las bodegas de su casa de Manquendehue. Y para que la renuncia tuviera valor legal citó al Juez del distrito «el cual fue testigo de la flagelación y autorizó la declaración de la Manuela según la cual, ambas hermanas renunciaban espontáneamente sus derechos sobre el fundo Pinco, en favor del señor Joaquín Mera.»
Uno de los tormentos que se aplicó a las infelices, fue el de azotes hasta abrir las carnes y en seguida echarles sal en las heridas.
Este caso está citado en el memorial presentado al Ministro de Colonización por el toqui araucano Juan Catriel Rayen, documento inédito que publicamos íntegro más adelante.
Tendríamos tantos casos por citar que nos parecerían estrechas las páginas de todo este folleto para apuntar el cúmulo de hechos criminosos que figuran en nuestros apuntes; pero debemos someternos al límite que tenemos para desarrollar este trabajo.
IV. Cómo se les asesina
Cuando la Compañía Industrial y Ganadera General San Martín dirigida por el señor don Fernando Camino, de la firma Camino, Lacoste y Cia. llegó a los campos de Panguipulli a establecer sus operaciones mercantiles, los indios hacían su comercio atravesando el lago en canoas.
EI lago es extenso y sus costas muy fértiles. Los indios tienen sus rucas en las orillas y en consecuencia, no existe lo que podríamos llamar camino de circunvalación por cuanto la comunicación es flotante. La canoa es, por tanto, el medio de locomoción casi único de los habitantes de Panguipulli.
La Compañía San Martín necesitaba cruzar rápidamente el lago y puso en práctica el proyecto atrevido de transportar hasta allí una barca a vapor. Desde Valdivia al lago Panguipulli hay no menos de cuarenta leguas, veinte de las cuales corresponden a la montaña casi virgen. A través de esa selva y en más de quince días se logró transportar el barco desarmado. Las calderas y el casco fueron colocados por seis u ocho yuntas de bueyes y de esta manera, atravesando desfiladeros y puentes construidos especialmente y abriendo camino a hacha en algunas partes, se logró llegar hasta la ribera del lago.
Este esfuerzo puede decirse titánico, es digno de un aplauso especial y conste que en estas páginas lo damos.
El vapor «O’Higgins», capitán Ricardo Lange, surcó el lago con banderas, gallardetes, salvas y hurras. Los indios, admirados también, escoltaron la embarcación con sus canoas llenos de inocente regocijo, sin sospechar que la llegada de esa canoa más grande que la de ellos iba a ser la ruina de todos.
A los pocos días de estar en servicio el «O’Higgins», se hizo saber a los indios que era absolutamente prohibida la navegación del lago en canoas, sin permiso de la Compañía. Al efecto el capitán del vapor tenía orden de apresar y de destruir toda embarcación que sorprendiera a flote.
En efecto, en un viaje, el capitán Lange destruyó tres canoas que encontró a su paso. A los indios que las tripulaban los recogió a bordo y los llevó a Choshuenco: los indios iban a Panguipulli. Es lo mismo que llevar a Valparaíso a un sujeto que se dirige a Talcahuano. Los pobres indios tuvieron que rodear el lago para llegar a su casa más o menos unas siete leguas a pié.
Esto ocurría a mediados de Mayo de 1906.
Más o menos en esa fecha llegó a Panguipulli el gerente de la San Martín don Fernando Camino. Ante él recurrieron los indios en demanda de justicia por los abusos del capitán Lange y del jefe de la Compañía en Panguipulli, don Adrián Duhau. El Padre Sigifredo también se presentó con sus alegatos de siempre. Camino mandó a un cuerno a los indios y al padre Sigifredo y para hacer ver cuáles eran sus ideas al respecto, se embarcó en el vapor e hizo una travesía del lago, ordenando «personalmente» el apresamiento
o destrucción de cuanta embarcación encontró a su paso, y aún de las que estaban amarradas en sus riberas. En esta expedición, que se llevó a cabo el 20 o 21 de mayo; se hizo acompañar por el mayordomo-vaquero Luis Monsalve, el cual recibió orden de destruir en tierra las canoas que no apresara el vapor en las aguas. Ese día de vergüenza, desaparecieron todas las canoas de los indios, y en los siguientes desapareció el resto, menos una, que había escapado, quién sabe cómo, –perteneciente al indígena Carlos Lingay, de la reducción de los caciques Millanguir, dueños del hermoso fundo Quechumalal, grandemente ambicionado por la Compañía San Martín–.
El señor Camino regresó a Valdivia con la conciencia tranquila... después de haber acentuado sus órdenes de una manera tan clara.
Naturalmente, Lange y Duhau se creyeron autorizados para cumplir esas órdenes por cualquier medio.
En la única canoa que quedaba a flote, se embarcaron en Quechumalal, con dirección a su fundo Lonquil el cacique Mariano Millanguir y su hijo Manuel, joven de 20 años; iban llevando víveres y herramientas de labranza para sus trabajos agrícolas en el último de estos fundos. Era el día 26 de Mayo, como a las tres de la tarde. Desde Quechumalal a Lonquil, no podían demorar los indios más de tres horas.
El vapor «O’Higgins» hace diariamente una travesía al lago: sale en la mañana de Panguipulli y llega a Choshuenco a medio día; de allí regresa después de un par de horas, para llegar invariablemente a Panguipulli entre cinco y seis de la tarde.
El día indicado, la canoa del cacique Millanguir hubo de encontrarse con el vapor «O’Higgins». Lo que ocurrió entre los tripulantes de ambas embarcaciones no se sabe y probablemente quedará en el misterio. El vapor llegó a Panguipulli como a las 10 de la noche. Los empleados de la Compañía estaban llenos de cuidado con el atraso inusitado del «O’Higgins», quien como hemos dicho debía llegar a su destino antes de las 6 de la tarde, de manera que todos se habían trasladado al muelle donde comentaban agitadamente ese atraso. Duhau había reunido gente para enviarla al siguiente día por la orilla del lago a buscar noticias del vapor, por si había sido visto por los indios.
Cuando el vapor atracó al muelle, Duhau preguntó en alta voz por qué había llegado tan tarde, a lo que respondió Lange, con una sola frase: viens ici. Obedeció Duhau subiendo al vapor; ambos hablaron aparte y en francés y, según pareció a todos, el jefe de la Compañía quedó satisfecho de las explicaciones que le dio el capitán.
Todo volvió a su curso normal y ya al día siguiente nadie hablaba sino incidentalmente del atraso del día anterior.
Pero Mariano Millanguir y su hijo no llegaron a su fundo de Longuil ni la canoa aparecía por ninguna parte. La familia hizo las más prolijas investigaciones sin resultado; el cacique Millanguir, hermano de la víctima, puso en actividad a los mocetones en toda la costa del extenso lago y tampoco se encontró ningún vestigio. Sólo faltaba buscar en la superficie y en la costa rocosa que no podía reconocerse por tierra sin grandes dificultades.
Los indios «pidieron permiso» a la Compañía para recorrer la costa en botes y al mismo tiempo encargaron al capitán y a la tripulación que se fijaran si en el centro del lago flotaba alguna embarcación.
A todo esto el tiempo pasaba. Los tripulantes del vapor habían declarado muchas veces que en sus viajes diarios no habían divisado ni canoas ni restos de los que se suponían náufragos. Los indios tampoco eran más afortunados.
Habían pasado 11 días. El 10 de Julio unos indios encontraron la canoa perdida y adentro los cadáveres de Millanguir y su hijo, boca abajo y en estado de putrefacción.
La canoa estaba metida entre altísimos riscos en un lugar inaccesible por tierra, que es el paraje favorito de las aves acuáticas y de rapiña. Los indios se fueron inmediatamente a dar aviso a la familia y al Padre Sigifredo y al día siguiente salían con el vapor «O’Higgins», a remolcar la fúnebre canoa.
El capitán Lange, al enfrentar los riscos, dijo: Yo había visto varias veces esa canoa; pero nunca me pude figurar que contendría los cadáveres...
Se remolcó la canoa hasta Panguipulli y se llevaron los cadáveres a la misión; el Padre Sigifredo hizo la autopsia y comprobó que Mariano Millanguir tenía una herida a bala en el cráneo, por detrás y que el joven Manuel había muerto ahorcado.
Se pusieron las denuncias en poder del Juzgado de Valdivia; el señor Frías se trasladó a Panguipulli a levantar el sumario, sin llevar consigo al médico legista para que hiciera la autopsia médico-legal de los cadáveres... Tomó algunas declaraciones a los empleados de la Compañía, y a algunos indígenas, que no pudieron hablar en su presencia de puro miedo a las bravatas que al lado de afuera y antes de declarar les hacían Duhau, Lange y otros y sin esperar la única declaración que podía dar alguna luz, la del Padre Sigifredo, se volvió a Valdivia al día siguiente de haber llegado. Atendieron al juez señor Frías con todo el esmero que se podía en aquellas alturas los empleados de la San Martín, en cuyas casas se alojó y Joaquín Mera, el famoso usurpador de terrenos de Panguipulli.
Por cierto que la causa se sobreseyó por falta de datos...
Los denuncios hechos por el cacique jefe, Juan Catriel Rain en el memorial tantas veces y que a su vez hizo «El Diario Ilustrado» a principios de este año y otras informaciones privadas, indujeron probablemente al Ministro Salas Edwards, a pedir informes al respecto al Protector de Indígenas don Carlos G. Irribara el cual no ha podido aún evacuarlo, a pesar de la magnífica buena voluntad manifestada en toda ocasión por los Gerentes de la San Martín, para dar al Protector toda clase de facilidades para el desempeño de su cometido.
Los cadáveres del caciquillo Millanguir y de su hijo están enterrados cuidadosamente por el Padre Sigifredo, esperando que la justicia chilena quiera descubrir a sus autores del crimen, que por otra parte están señalados hasta por el indio más infeliz de Panguipulli.
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Era mi deseo relatar –para dar remate a este pequeño trabajo–, el asesinato de la india Nieves Aiñanco, dueña del fundo Pinco que Joaquín Mera ha ido incorporando a retazos a su enorme fundo; pero no quiero que sea sólo mi palabra la que autorice esta relación.
Hay un nombre, que sólo pronunciarlo, es garantía en todo lo que se diga respecto de la situación de los indios en Panguipulli: ese nombre es el del Padre Sigifredo.
Pues bien; si el afirmar un hecho en nombre es suficiente prueba de certidumbre, lo será más aún el que lo diga con su firma.
La carta que va a continuación, es el salvoconducto que doy a las páginas de este folleto, por si alguien duda de la sinceridad de mis expresiones. No pretendo –lo repito– haber sido estrictamente exacto en mi relación. Puede haber algunos errores de fecha
o pluma, pero en lo que se refiere al fondo mismo de los hechos creo haber dicho la verdad; creo haber relatado sinceramente lo que vi y oí en mi viaje a la región de Panguipulli.
La carta del Rdo. Padre Sigifredo retrata la personalidad moral de Joaquín Mera y fue enviada al autor de este folleto a raíz de un artículo que publicó «El Diario Ilustrado» a principios de este año, titulado «Quién es Joaquín Mera».
He aquí ese documento:
«Padre Las Casas, Febrero 17 de 1907.-Señor Aurelio Díaz Meza, corresponsal de “El Diario Ilustrado” en Valdivia. –Muy respetado amigo:
Con mucha satisfacción me he impuesto de su artículo «¿Quién es Joaquín Mera?». Lo que usted dice es la pura verdad; pero usted pinta a ese hombre con colores muy débiles; es un individuo
mucho más feroz y tan malo que se debe considerar como uno de aquellos hombres peligrosos que debían ser arrojados de la sociedad humana.
Me permito rectificar en algo lo que usted ha escrito sobre él.
Joaquín Mera tiene escrituras de sus terrenos y ha comprado siempre acciones y derechos de chilenos que vivían ya entre los indios y a costillas de ellos, pero no podían avanzar con nuevas «compras». Cuando Joaquín Mera, ahora a 16 años, compró a su hermano en Manquedehue, principió luego a deslindarse con los indios, quitando a todos sus vecinos por la fuerza bruta, lo que quería incorporar a su dominio. Así procedió con los indios en Huitag, Trailafquén, Pinco, Coz-Coz, Pelehue, Quilche. En todas partes puede usted divisar techos de rucas quemadas por Joaquín Mera, formando hoy día el fundo inmenso que hoy día posee.
También se empeñó con indios de mala fe para que vendiesen sus posesiones. Estos accedieron a la petición de Mera, señalaron los límites de dicho terreno según los deseos del comprador y fueron enseguida a Argentina dejando a sus hermanos pelear con Mera, que siempre salió con la suya.
Muy interesado anduvo en un tiempo Joaquín Mera por los terrenos del indígena José María Frecanao. Lo que refiero me lo contó el mismo indio, quien está dispuesto a referirlo ante las autoridades.
Joaquín Mera instigó a José María Frecanao, indígena de Fovilafque, a robar animales al cacique Ignacio Nahuel, de Jumalla, lugar situado cerca de Villa Rica. Frecanao hizo todos los preparativos necesarios y Joaquín Mera lo acompañó con los mejores consejos.
Habiendo realizado Frecanao el robo y estado en marcha con los animales, el traicionero Joaquín Mera avisó al cacique Ignacio Nahuel, y éste alcanzó al ladrón, quitándole todos los animales.
Un caso concreto.
El indígena Maricao vendió el año pasado su posesión en Coz-Coz a Joaquín Mera. Maricao no tenía escritura. Según sabemos, no se extendió tampoco escritura a favor de Mera, pero el hecho es que Joaquín Mera se considera hoy dueño del terreno de Maricao, y entre límites Maricao jamás habrá soñado y que alcanzan el lago de Panguipulli. Como inquilino puso Joaquín Mera a su sobrino Antonio Mera, quien arrendó al indio vecino Lancapi a nombre de Joaquín Mera. De modo que los indios de Coz-Coz quedan con tan poco terreno que no saben con qué mantenerse a sí mismos ni a sus pocos animales.
En Pinco quiso Joaquín Mera comprar el año pasado a Francisco Martínez diciéndole: «si usted me vende, yo no tengo obstáculo, pues con una escoba grande voy a barrer con todos los indios.»
Cuando destruyó Joaquín Mera la última habitación en Futanime, fundo asaltado a los indios, hubo una batalla grande, primero de palabras y enseguida de palos.
Dijo Mera a los indios: «a fuerza de plata alcanzo todo en Valdivia. Todo Coz-Coz será mío; el fiscal nada conseguirá para vosotros.»
En una ocasión nos empeñamos mucho en que se solucionara un pleito, cuando había en Valdivia un juez interino. Mera se veía en apuros. Pero el tiempo no nos alcanzó y Joaquín Mera canto triunfos, porque había regresados Frías «su juez», con quien él conseguía todo.
Cuando habíamos perdido el proceso sobre el terreno de Futanome y el Promotor Fiscal apeló, Mera dijo: «He pagado un par de cientos de pesos al juez, para que borre la apelación.»
Infinitas veces ha dicho Joaquín Mera a los indios que sus reclamos eran inútiles, porque él tenía comprado al Juez Frías.
Respecto al asesinato, le digo:
La víctima era la indígena Nieves Ayñamco. Esta india era natural de Fengil (Pitrufquén); llegó con su marido a Pinco, fundo que entonces estaba desocupado, porque los indios de aquella región se habían acabado con una enfermedad contagiosa.
Esto hará unos 50 años.
La Nieves Ayñamco tuvo 4 hijos: Juan, Manuela, Pilar y Antonia, que todos tomaron por apellido el nombre Vera; es costumbre entre los indios mudar el apellido.
Juan Vera, vendió a Mera, aunque no tenía títulos. Escritura se hizo ¿Cómo? Dios lo sabrá.
Con esta compra quiso Joaquín Mera, desalojar a la Nieves Ayñamco. Esta resistía tenazmente, no quedando a Mera otro recurso que mandar asesinarla.
Se efectuó el asesinato en presencia de un hijo de Joaquín Mera en la misma casa de la india. El mozo de Joaquín Mera, Joaquín Callanso le partió con machete el cráneo!
Joaquín Mera estuvo seis meses preso en Valdivia, y cuando salió libre principió a cercar la posesión de la Nieves, quemó la ruca, y mandó robar los animales a la Manuela, en compensación de los atrasos sufridos por la prisión.
¡Qué se oiga a la Manuela! si en realidad la justicia tiene interés en escuchar la verdad.
Hoy día pide partición del Fundo Pinco! ¿No es esto una sangrienta ironía? El que pide partición es Francisco García, que casi no tiene derecho alguno; pero es el palo blanco de Joaquín Mera.
Estando en viaje al norte tuve la posibilidad de escuchar en el tren una conversación de varios caballeros que se ocupaban del artículo «¿Quién es Joaquín Mera?».
Uno de ellos decía que conocía a Joaquín Mera desde largos años, cuando era todavía un pobre roto en San José, de donde tuvo que arrancar por mal vividor. Era Mera en este tiempo un famoso ladrón de animales.
Contó enseguida una larga historia, que no pude entender bien. Se trató de unos caballos y yeguas de un vecino de Mera, llamado, si entendí bien, Fernández, que Mera echó al río, donde todos se ahogaron.
De San José, dijo, el caballero (Eduardo Esckuch), se fue Joaquín a Aillipén donde su hermano Zenón. Pero este vecino fue tan molestado por Joaquín, que no dejó medio para hacer salir de su lado.
Fue en seguida a Panguipulli, donde podía aprovechar a sus anchas las bellas prendas de su funesto y perverso carácter.
Llegó a Panguipulli con un par de caballitos y unas cuatro vacas flacas, y hoy día es Joaquín Mera, gracias a sus famosas depredaciones contra los indios, que efectuó a la vista y con autorización de empleados públicos, hombre rico con terrenos buenos y abundantes animales.
Los indios han quedado en la miseria, y Mera el «tuerto» es hoy día rey de ellos.
Esto para hoy. Más tarde le contaré más.
Doy a usted mis más expresivas gracias por su interés y valiente intervención a favor nuestro.
Saluda a usted del todo suyo.
Sigifredo.

[2] No recordamos el nombre del actual poseedor.

[3] En el memorial del cacique jefe Juan Catril Rayen, que publicaremos más adelante, vienen detalles completos de estos hechos.